El caso Cifuentes y la investigación judicial en marcha sobre la concesión de títulos en condiciones irregulares ha presentado a la universidad española ante la opinión pública de una forma muy poco favorable. Se ha argumentado –y con toda razón– que se trata de un asunto especial que no es representativo de lo que ocurre cada día en nuestros centros de enseñanza superior. Pero este suceso, lamentable en tantos sentidos, ha tenido, al menos, la virtud de que la sociedad española vuelva a sus ojos a su universidad; tema que a la gran mayoría de nuestros conciudadanos les ha importado más bien poco. Y, cuando se han interesado por esta institución, ha sido para reclamar que cualquier ciudad española, por pequeña que sea, tenga su propio centro universitario, al que mandar a los hijos con comodidad y bajo coste. Que el nivel de enseñanza sea bueno o malo no les preocupa con tal de que sus hijos obtengan su diploma. Para el español medio, y me temo que para el estudiante universitario medio también, conseguir una reducción de tasas es mucho más importante que lograr una mejora en la calidad de la enseñanza.
La universidad española ha experimentado un crecimiento muy grande en los últimos cincuenta años. Y esto ha llevado a un sistema mucho más complejo y diverso, lo cual podría ser, en principio, muy positivo; pero, en el caso de nuestro país, no ha funcionado bien, como refleja el hecho de que, de forma repetida, nuestras universidades no soportan dignamente la comparación con centros superiores de muchos otros países. Y creo que somos cada vez más los profesores que pensamos que el modelo necesita cambios sustanciales, tanto en lo que se refiere a su diseño general como a su gobierno corporativo y a su financiación. Y, como en cualquier actividad, un análisis de eficiencia resulta imprescindible si se quieren conseguir buenos resultados.
Uno de los inputs con los que trabaja el profesor universitario, el capital humano que los alumnos han acumulado en la enseñanza primaria y media, no sólo es de baja calidad, sino que todo indica que ha empeorado significativamente con el paso de los años. Y esto implica necesariamente que para un volumen de recursos económicos dado, el rendimiento de los estudiantes universitarios va a ser inferior. Lo ideal sería, por tanto, empezar por una reforma de la enseñanza no universitaria; pero, si no se consiguieran mejoras significativas en este campo, habría que tomar el nivel de partida como un dato y cambiar nuestro sistema de enseñanza superior en línea, por ejemplo, de los estudios de los colleges norteamericanos; y no pretender, en cambio, que un estudiante de primer curso de Derecho estudie contratos civiles cuando carece a menudo de la formación básica para entender lo que le explican en clase.
La teoría económica defiende la idea de que la enseñanza es una de las inversiones más rentables que existen. Pero, como en cualquier otro sector, lo relevante no es tanto la cantidad de recursos invertida como la forma en la que éstos se utilizan. Y hay muchas razones para defender la idea de que el problema fundamental de nuestra universidad no es la falta de medios materiales –el argumento que se repite siempre–, sino el empleo ineficiente de los recursos disponibles. La reforma debería tener, por tanto, como uno de sus objetivos básicos un mejor uso de los recursos –públicos o privados– dedicados al sector. Y si hay algo que nos enseña la economía es que los sistemas competitivos son, en la gran mayoría de los casos, más eficientes que los no competitivos. Y no hay razón alguna para pensar que el sector de la enseñanza universitaria sea diferente. La idea no es nueva, ciertamente. He mencionado muchas veces la tesis de George Stigler, el gran teórico de la moderna organización industrial, quien afirmaba que las universidades de Estados Unidos no son las mejores del mundo porque los norteamericanos sean más listos o tengan más dinero, sino porque son muy competitivas y buscan los mejores resultados; lo que implica luchar por los mejores profesores (del país o del extranjero) en vez de contratar a los amigos; elegir los mejores alumnos y mantener una organización eficiente.
Eliminar los títulos ‘oficiales’
Para que esta competencia funcione es conveniente que coincidan en el mercado centros de enseñanza pública con universidades privadas. Y no estaría de más plantearse una cuestión que en nuestro país, y en casi toda Europa, es tabú: ¿qué ocurriría si desaparecieran los títulos “oficiales”; es decir, si el Estado no reconociera título alguno y las universidades –públicas o privadas– tuvieran que ganar su prestigio en un mercado competitivo, como sucede en EEUU? La crítica habitual de que, sin títulos oficiales, no se podría controlar el ejercicio de determinadas profesiones colegiadas tiene fácil respuesta, basada en la práctica de algunos países. Y este modelo podría presentar muchas ventajas, ya que contribuiría, seguramente, a reducir la obsesión hispánica por el título universitario y a que la sociedad valorara lo que cada centro de enseñanza le ofrece, no el diploma que le entrega al terminar los estudios. Es, al menos, una idea a considerar. Y en España las ideas no sobran.