La amenaza de la Covid-19 es el último de los desafíos a los que se enfrenta África, al igual que el resto del mundo. Además de la crisis sanitaria, económica y política que este ha desatado, también ha formulado numerosas preguntas. Cuestiones en torno a la responsabilidad individual y el papel del Estado en la gestión de crisis, la solidaridad de nuestras sociedades, la pasta de la que están hechos los grandes líderes, etc. En el caso de África, la pandemia plantea también, o debería, una reflexión sobre la ayuda al desarrollo.
Esta no es, muchas veces, más que un oxímoron, que sin embargo suscita un consenso casi incuestionable, o así ha sido durante décadas, hasta que la evidencia empírica (que ahí estaba) vio la luz de la mano de algunos valientes intelectuales y expertos en la materia, como Paul Collier, Dambisa Moyo o William Easterly, y ha demostrado que no es oro todo lo que reluce. Y la ayuda al desarrollo no es ninguna excepción. Tanto es así, que ha supuesto el despilfarro de buena parte de los fondos destinados a tan noble causa, además de impedir que África liberase todo su potencial humano, económico y democrático. Así, la ayuda al desarrollo ha alimentado muchas veces la corrupción institucional más que a quienes la necesitaban, o ha supuesto un gasto social de efectos perecederos en lugar de la inversión en una educación que, en primera y última instancia, es el verdadero ascensor social. Sin embargo, lo que en demasiadas ocasiones constituye un despropósito, en momentos de crisis como la del coronavirus, puede devenir en desastre.
El empeño de Occidente por el desarrollo del continente africano nace de problemas propios y endémicos, y de una disparidad notable entre los intereses de quienes dicen querer contribuir a él. Así, mientras que muchos donan generosamente buscando la paz y el bienestar de quienes viven allí, los Estados y organismos internacionales lo hacen por motivos más instrumentales que normativos, dado que, para ellos, África supone un lastre político, económico, social y humano. Por último, a numerosas organizaciones no gubernamentales las mueve la buena voluntad, pero también, en ocasiones, los dogmatismos ideológicos. Este último tipo de ayuda crece rápidamente. De acuerdo con la OCDE, la contribución de agencias privadas y de ONG se ha cuadruplicado en menos de veinte años, pasando de los 10.000 millones de dólares en el año 2000 a más de 41.000 millones en 2018.
Además de la diversidad de intereses (sin incluir los de los receptores), la ayuda al desarrollo también ha visto menguado su impacto por su propio diseño conceptual. Por ello, resulta fundamental aportar alternativas. Un buen comienzo, que ya se está llevando a cabo, aunque tímidamente, pasaría por enfatizar la necesidad de un cambio de paradigma, como ya señalara Easterly hace más de una década, y transformar a los “planificadores” en “buscadores”. Los primeros han sido el donante histórico “modal” (tanto Estados como particulares), que trata de imponer grandes planes desde arriba hacia abajo, impulsado por un idealismo ingenuo, y reeditando una suerte de colonialismo paternalista, con multitud de consecuencias negativas no intencionadas. Entre otras, la falta de responsabilidad de los gobiernos locales hacia sus ciudadanos, la corrupción sistemática, el incentivo a no potenciar el tejido empresarial e industrial… Los segundos, en cambio, resultan más realistas y efectivos, al intentar conseguir pequeños cambios desde abajo, bajo la premisa de que estos, a su vez, desencadenarán otros mayores hacia arriba.
Otro elemento que habría que potenciar es la inversión de impacto social, que empresarios, fondos particulares y organizaciones como el Banco Africano de Desarrollo, están llevando a cabo de forma creciente. Los inversores exigen así un retorno, lo que ya supone una mejora respecto a la ayuda al desarrollo al uso, pero renuncian a que este sea mayor a cambio de un impacto social tangible. Por último, Occidente haría bien en cesar su crítica despiadada al papel de China en África, pues no solo viene superando a EE UU. en la ayuda al desarrollo de este continente desde 2014, sino que ha realizado inversiones multibillonarias, alejadas del “buenismo” de las contribuciones clásicas. China ve en África un negocio, del que ambos se beneficiarán.
Es en verdad urgente comprender que hay que transitar desde la ayuda hasta el desarrollo. Un desarrollo que hoy serviría también como mecanismo de protección contra el virus, que ya comienza a presentar una incidencia notable en este continente. Sin embargo, no hay tiempo para otro tipo de reacción que la habitual. En ella se enmarcan los 10.000 millones de dólares a un tipo de interés cero que ha prometido el Fondo Monetario Internacional para los países más pobres. Un espaldarazo para apoyar la escasa capacidad sanitaria y de control poblacional de este continente. Una carencia que sufre especialmente África Subsahariana, donde la fragilidad institucional puede resultar fatal para la contención y erradicación de la pandemia.
No obstante, lo urgente no ha de distraer de lo importante. La ayuda al desarrollo tradicional surte un efecto muy cuestionable, además de tener un elevadísimo coste de oportunidad, tanto económico como sanitario. Recordemos, por ejemplo, que la malaria mata a 400.000 africanos cada año y, en los estadios iniciales de la enfermedad, provoca síntomas muy similares a los del ébola, lo que complica su diagnóstico y tratamiento. Sin embargo, durante la crisis del ébola de 2014 a 2016, en África Occidental, se redirigieron a combatir este virus muchos recursos destinados a la lucha contra la malaria (así como también al VIH). Por supuesto, los países afectados no implementaron las medidas que hubiesen adoptado de estar solos frente al peligro. Por tanto, la pretendida ayuda a veces no es tal. Representaría un triunfo que los errores que se cometieron con la crisis del ébola no se repitan con la de la Covid-19. Significaría que se aprendió algo.
La ayuda que África necesita consiste en una mayor apertura comercial, y la transmisión de buenas praxis y sistemas políticos que erijan cimientos sólidos para un mejor Estado de derecho y una mayor calidad democrática. Solo así se liberará el verdadero potencial del continente; el preciso para crecer en libertad, prosperidad, y en capacidad de afrontar los grandes desafíos de nuestro tiempo.