La presentación en el día de ayer del proyecto de Presupuestos Generales del Estado para 2017, nos ha permitido ahondar en sus líneas fundamentales, las cuales es más que probable que no sufran grandes modificaciones en el trámite parlamentario. La filosofía que hay detrás de los PGE 2017 es compartida en su esencia por casi todos los partidos políticos representados en las Cortes Generales, basada en unas previsiones infladas de ingresos fiscales y una “alegría” de gasto público difícilmente justificable.
A pesar de que la situación ha mejorado sustancialmente en el conjunto de la economía española, las cuentas públicas no están para muchos despilfarros ya que siguen inmersas en una crisis importante de sostenibilidad a medio plazo. Y lo que es peor: nadie quiere ver esta crisis. Tanto el Gobierno como la oposición, se contentan con “victorias pírricas” en materia de consecución del objetivo de déficit público de 2016, confiando única y exclusivamente en que la economía crezca para que esta genere ingresos por sí misma y estos hagan que en 2019 España salga del Protocolo de Déficit Excesivo (PDE).
Confiar en los ingresos para realizar un ajuste fiscal en profundidad es una mala idea económica. En este sentido, todo depende de có- mo respondan las bases imponibles al crecimiento nominal de la economía y a los cambios tributarios frecuentes que se producen. Precisamente, uno de los últimos que fue el aumento de los pagos a cuenta del Impuesto de Sociedades en torno a 6.000 millones de euros, ha permitido cumplir el objetivo del dé- ficit casi en el tiempo de descuento y provocando innumerables problemas en las tesorerías de las compañías.
La respuesta de la recaudación –mejor dicho, de las bases imponibles– ha variado profundamente en los últimos años. Tomando los datos de recaudación tributaria homogénea desde 2007, la realidad es que por cada punto porcentual de variación del PIB nominal, la recaudación sólo ha aumentado un 0,59 por ciento. Dado este carácter inelástico de la recaudación (empeorado además en los años de crisis y por las múltiples subidas de impuestos desde 2010), no es razonable pensar que una economía que crezca al 3 por ciento en términos reales (5 por ciento en términos nominales si suponemos que la inflación medida por el deflactor del PIB se situará en el 2 por ciento de promedio anual) pueda generar un aumento de la recaudación tributaria homogénea cerca del 8 por ciento anual.
Si a este hecho se añade un sesgo histórico al alza en las estimaciones de recaudación por parte del Gobierno, la credibilidad y reputación del presidente Rajoy cuando defiende esta vía para cumplir con los compromisos de déficit y deuda, queda seriamente tocada. Este es el punto débil más notable de la política fiscal y presupuestaria del actual Gobierno democristiano y sobre el cual no se ha realizado ni el más mínimo esfuerzo para ser eliminado en aras de la credibilidad de España.
Por otro lado, por la parte de los gastos, más allá de los matices que se hagan en el trámite parlamentario, el gasto no financiero ajustado cíclicamente sube un 2,5 por ciento en términos anuales. Si bien esta cifra denota el carácter expansivo de los PGE 2017, llama particularmente la atención el uso de los fondos de financiación de los entes territoriales y el perjuicio que eso causa a la Administración Central frente a las Administraciones Autonómica y Local, más aún cuando España ya tiene que entregar en este 2017 825 millones de euros netos de aportación al Presupuesto comunitario.
Otro elemento preocupante es el estado de las cuentas de la Seguridad Social. Debajo del aparente “cumplimiento” de los objetivos de déficit, se esconde el mayor agujero de la historia de la caja: más de 18.000 millones de euros. Con un gasto en pensiones que crece a tasas superiores a las de la economía (+3,1 por ciento proyectado para 2017) y unos ingresos por cotizaciones que sólo cubren tres cuartas partes del gasto y con desviaciones muy graves con respecto a lo presupuestado (15.000 millones en 2016), el problema de la Seguridad Social tiene una alta probabilidad de empeorar y, por tanto, de agrandar el agujero ya estructural de nuestro sistema público de reparto.
Por último, otra de las “victorias pírricas” en estos PGE 2017 es la ficción de control de la deuda pública. Gracias a los últimos cambios metodológicos, España parece haber estabilizado el nivel de deuda pública sobre PIB ligeramente por debajo del 100 por ciento gracias al menor peso del volumen de intereses y una reducción de apenas cinco décimas de PIB del déficit primario. Existe una duda razonable de si esta estabilización es estructural o es puramente cíclica. Con un crecimiento del PIB nominal del 5 por ciento y un coste de financiación medio nominal del 2,7 por ciento, sin una generación de superávit primario del entorno del 2 por ciento del PIB es imposible empezar a reducir el volumen de deuda pública, máxime cuando el tipo de interés medio de la deuda viva ya ha empezado a crecer anticipando las subidas de los tipos de interés que se van a ir produciendo de forma gradual en los mercados internacionales.
En suma, estos PGE 2017 no son los que necesita la economía española. Si bien existen factores positivos, el conjunto denota falta de prudencia presupuestaria y la ausencia de un “Plan B” por si fallaran algunos de los supuestos utilizados. Si ya de por sí el Cuadro Macro es generoso en sus estimaciones de consumo público, inversión y exportaciones, no lo es menos la traducción a ingresos fiscales, crecimiento del gasto y estabilización de la Deuda. No es buena la ausencia de prudencia y eso terminará pagándolo caro la economía española.