La pandemia del coronavirus que está devastando vidas y medios de subsistencia en todo el mundo también ha hecho presa en una víctima más sutil: las políticas monetarias y fiscales convencionales avanzadas por gobiernos y bancos centrales ya no parecen suficientes ante la crisis que se está viviendo.
Las propuestas económicas que hace una semana parecían radicales ahora se antojan tímidas. Tanto en Europa, como en Estados Unidos existe la impresión de que las instituciones necesitarán políticas aún más extraordinarias para contrarrestar la parálisis de todas las actividades económicas.
El brote del coronavirus, además, ha expuesto la fragilidad de un mercado laboral caracterizado por una creciente gig economy, los contratos de cero horas, y los trabajadores autónomos.
Más en concreto, en España, en marzo, se han destruido a causa de la COVID-19 hasta 898.822 empleos, de los cuales casi el 70% corresponde a contratos temporales, concentrados sobre todo en los sectores de la construcción, la hostelería y actividades artísticas y recreativas. A este número hay que sumarle 620.000 trabajadores afectados por los ERTEs y 500.000 autónomos que han solicitado el cese de su actividad.
Ante un desplome tan drástico, las medidas del Gobierno parecen todavía limitadas y arrojan la necesidad de políticas más contundentes. En las últimas semanas el Gobierno de Pedro Sánchez ha esbozado una propuesta bajo la denominación de ingreso mínimo vital (IMV) para ayudar a los ciudadanos más afectados por la Covid-19. Por otra parte, como ha declarado el ministro José Luis Escrivá, esta medida está concebida para que tenga un “carácter permanente” en el territorio español.
Esta propuesta del Gobierno presenta luces y sombras, tal y como prueba un reciente estudio de la Fundación Civismo, en el que la compara con una reforma igualmente visionaria: la renta universal básica.
Ambas medidas se autoproclaman como la solución perfecta para luchar contra la desigualdad, la pobreza y la inseguridad laboral. Sin embargo, aunque ambas puedan parecerse, tienen unas características muy distintas, lo que hace que también sus efectos sean completamente opuestos.
La mayor diferencia entre el‘ IMV propuesto por el Gobierno y la renta universal básica es que esta última se dirige a todos los ciudadanos, mientras que el IMV tiene como objetivo ayudar solo a las clases más vulnerables de la sociedad. Esta divergencia motiva que sus efectos en el mercado laboral también difieran.
La renta universal básica, aunque presente unos costes exponenciales y no sostenibles para un país como España, conseguiría, por lo menos en teoría, romper la trampa del desempleo presente en el Estado social.
Esta consiste en que tanto el tipo impositivo como el sistema de bienestar pueden contribuir conjuntamente a que las personas desempleadas prefieran seguir en el paro, porque la reducción de las ayudas estatales que se produce si se empieza a recibir un ingreso, por bajo que sea y sin que origine un aumento significativo en el ingreso total, provoca que el individuo se plantee que el coste de oportunidad de regresar al mercado laboral resulta demasiado alto, al obtener muy poco retorno financiero.
Esto, por tanto, puede crear un incentivo perverso para no trabajar. Esta trampa se ve superada en el caso de una renta universal: el dinero no depende de la situación laboral de las personas, las cuales pueden seguir recibiéndola independientemente de que tengan o no empleo. Caso contrario el del IMV, que no solo no consigue romper esta paradoja, sino que la incentiva.
A esto hay que añadirle los costes de financiar esta medida. A falta de una propuesta todavía clara por parte del Gobierno, se puede tomar como referencia el programa electoral de Podemos en 2019 (600 euros al mes, que se incrementarían en función del número de miembros del hogar hasta los 1.200 euros).
Como resultado, el IMV costaría entre 7.000 millones y 14.400 millones de euros anuales. Este montante se financiaría, según declaraciones de Escrivá, con emisión de deuda y con el ahorro de en torno a 2.000 millones de euros que se lograría a lo largo del tiempo a través de la absorción de otras ayudas estatales no contributivas.
No obstante, descontadas estas, restarían por pagar entre 5.000 y 12.400 millones de euros. Cubrirlos con deuda presentará grandes dificultades, ya que, según las últimas estimaciones del FMI, esta aumentará hasta el 113% del PIB después de la crisis, y los presupuestos ya tendrán que inflarse por los gastos en salud y en ayudas a las empresas.
Por último, de aprobarse el IMV, este debería articularse con un sistema de financiación que goce de estabilidad y sostenibilidad futura, y controlando en todo momento los posibles efectos perversos que subyacen en él.
De nada sirve generar un mayor volumen de gasto público agregado si, posteriormente, esto nos lleva a un mayor nivel de endeudamiento y un nuevo sistema de ayudas públicas deficitario. De no hacerlo con la rigurosidad exigida, se convertiría en un agravante para la economía española.