El pasado 16 de abril, la portavoz del Gobierno y ministra de Hacienda, María Jesús Montero, admitió que las previsiones de la senda de estabilidad presupuestaria han quedado totalmente desfasadas por la crisis de la Covid-19.
Se renunciaba así, por tanto, a unos Presupuestos Generales del Estado para 2020, prorrogándose los de 2018 de Cristóbal Montoro. Unos presupuestos tan insuficientes como lo habrían sido los propuestos por el PSOE y Podemos pero que, por lo menos, no disparan tan desmesuradamente el gasto público, si bien podemos estar seguros de que el Gobierno hará añicos cualquier techo de gasto vía real decreto. Porque puede y porque las circunstancias de emergencia parecen legitimarle ante los españoles.
La última EPA ha constatado la gravedad de la situación, arrojando unos datos abrumadores. Más de 21 millones de españoles dependen directamente del Estado y la situación se torna cada vez más insostenible con la masiva destrucción de empleo y los más de 4 millones de personas afectadas por los ERTE.
Estas mismas circunstancias excepcionales también fueron las que llevaron a Pedro Sánchez a declarar ante el país y nuestros socios europeos que resultaba primordial poner en marcha una suerte de Plan Marshall para impulsar el proceso de reconstrucción económica y social en la Unión Europea.
El plan original consistió, a grandes rasgos, en una ayuda de unos 12.000 millones de dólares que Estados Unidos ofreció a 16 países europeos entre 1948 y 1951. Esta cantidad, que en la actualidad equivaldría a unos 130.000 millones de dólares, era considerable. Quizá necesaria, pero en ningún caso suficiente para la reconstrucción europea. O tal vez, incluso tampoco lo primero, como demostró la espectacular actuación en el terreno económico de Alemania tras 1945.
Se ha escrito mucho acerca del “milagro alemán”, es decir, el proceso de su extraordinaria recuperación económica en apenas dos décadas tras la Segunda Guerra Mundial. Milagro que no fue más que el resultado de una acertada política económica, marcada por la austeridad, la libertad y el gran nivel de capital humano. Todas ellas características de las que hoy carece nuestro país, por lo que resultaría conveniente, a la par que urgente, avanzar en ellas.
El capital humano es el fruto de una educación técnica y universitaria (que en España se meten, de forma equivocada, en el mismo saco) que difícilmente puede madurar como plan de contingencia en el corto plazo. Una de las incontables asignaturas pendientes que tenemos, y que, por tanto, no podemos esgrimir como arma para hacer frente al panorama de penuria económica que se avecina. Para ello, deberíamos haberlo confrontado antes. Sin embargo, del pasado sí puede extraerse alguna enseñanza aplicable al campo de la austeridad y la libertad, en tiempo y forma suficientes para afrontar la pandemia.
Entre las experiencias previas que puedan servir de guía o, al menos, de inspiración, no hace falta remontarse hasta el caso del país germano. Ni tan siquiera cruzar nuestras fronteras. Y no me refiero aquí a los archiconocidos Pactos de la Moncloa, en boca de todos estos días ante el llamamiento de algunas fuerzas políticas a reeditarlos.
No hay que acudir a la Transición, sino a la España posterior a la Guerra Civil para encontrar el mejor paralelismo. Y no lo afirmo con ánimo alarmista, sino atendiendo a los datos, que hoy revelan que la debacle económica desatada por el coronavirus superará en mucho a la de 2008, y nos internará en un periodo cuyo antecedente más próximo en el tiempo, en cuanto a su gravedad, se halla en la España desolada de la posguerra durante la primera etapa del franquismo (1939-1959).
El PIB creció muy poco durante los años 40, y la renta per cápita no recuperó el valor de 1935 hasta 1953. Tanto es así que muchos economistas tachan de perdida la primera década de la posguerra. España era, junto a Portugal, el país más pobre de Europa occidental.
Sin embargo, todo esto cambió en 1959 con el Plan de Estabilización, cuyo artífice principal fue Mariano Navarro Rubio, ministro de Hacienda. Contó para su realización con la inestimable ayuda de, especialmente, su mano derecha, Juan Antonio Ortiz Gracia, así como de Manuel Varela Parache y Enrique Fuentes Quintana, designados por Alberto Ullastres, ministro de Comercio, y Juan Sardá Dexeus, del Banco de España, todos ellos bajo la supervisión última del titular de Hacienda, quien ejerció como verdadero superministro al supeditar Franco el resto de carteras a su Ministerio.
Los efectos del Plan no tardaron en llegar: la inflación se redujo desde el 12,6% de 1958 al 2,4% en 1960, las reservas de divisas del Banco de España se multiplicaron, pasando de un saldo negativo de 2 millones de dólares en junio de 1959 a uno positivo de unos 500 millones en diciembre de 1960.
También se produjo un superávit en la balanza de pagos de 81 millones de dólares, se abrieron los sectores productivos a la competencia internacional, se estableció la libertad de fijación de precios, y aumentó considerablemente la inversión extranjera a través de la liberalización de la entrada de capitales.
Sin embargo, del Plan de Estabilización no solo fueron relevantes sus consecuencias, sino también sus causas, sin las que nada de lo anterior hubiese visto la luz. Para examinar estas últimas, hay que remontarse dos años antes de su publicación, a 1957, cuando Ortiz Gracia, enviado por Navarro Rubio a Washington DC para aprender fórmulas de estabilización económica a nivel mundial, trajo consigo la idea de llevar a cabo un plan que respondiera a este objetivo. Esto entusiasmó al ministro de Hacienda, quien lo convirtió en su cruzada personal.
Ullastres, en cambio, se opuso en un inicio, pero, una vez que Navarro Rubio convenció a Franco de su necesidad, su homólogo de Comercio se le unió para conceptualizarlo. Entre otros innumerables encuentros de trabajo, así lo pone también de manifiesto la asistencia de Navarro Rubio y Ullastres a una reunión del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial en otoño de 1958, en Nueva Delhi.
En estos antecedentes del Plan de Estabilización reside precisamente la enseñanza que tanto nos beneficiaría ante la situación de adversidad actual: la de hacer de la necesidad virtud. Esta fue la determinación de Navarro Rubio al apostar por la austeridad y la libertad como las dos grandes herramientas con las que transformar la economía española.
Según señala en sus Memorias, para él, la contención de los gastos públicos no constituía la cuadratura del círculo, sino algo absolutamente normal; una clara línea recta, y por ello abogó por el cambio del paradigma de entonces, que se trata también del de hoy: que “todos los gastos, absolutamente todos, tienen que ratificarse. No hay partida presupuestaria que no deba ponerse en entredicho”.
Un cuestionamiento que, sin lugar a dudas, cobra plena vigencia, a causa del sectarismo ideológico o el pragmatismo suicida que lleva a blindar ciertos caladeros de votos.
El Plan de Estabilización resultaba demasiado ambicioso para una economía débil y caótica como la española, por lo que, antes de acometerlo, era vital alcanzar la nivelación presupuestaria, lo que dio pie a que Navarro Rubio impulsara numerosas medidas preestabilizadoras, orientadas a dotar al Estado del marco legal adecuado para aumentar los ingresos públicos y minimizar los gastos. Entre otras, destaca la Ley de Reforma Tributaria de 1957, o las aprobadas en 1958 para la reforma del sistema financiero, denominadas leyes instrumentales para la puesta en marcha del Plan.
En este esquema de austeridad y de reforma normativa, ha de enmarcarse una de las notas más características de la actividad de Navarro Rubio al frente del Ministerio de Hacienda: su preocupación por ‘despresupuestar’.
En lugar de modificar las partidas presupuestarias, práctica habitual (y que casi siempre se produce al alza), optó por modificar los conceptos, partiendo desde cero y devolviendo a los presupuestos únicamente aquellos necesarios. Un modus operandi sencillo: revisar las peticiones que recibía el Ministerio de Hacienda bajo una presunción (iuris tantum) de no idoneidad, de modo que se realizaba un proceso de saneamiento presupuestario eficiente que descargaba al erario de transferencias y subvenciones colosales que hacían prever un déficit alarmante. Uno como el que hoy nos asfixia.
Por último, este ministro también adoptó la resolución de que todas aquellas partidas que pudieran solventarse a través del crédito dejasen de figurar en el presupuesto. Como también señala en sus Memorias, los”problemas que pueden resolverse por la vía del préstamo, no parece justo ni conveniente que se busque su resolución con cargo a los presupuestos generales del Estado […] La puerta presupuestaria debe cerrarse con siete llaves, del modo más absoluto”. Todo esto convendría que lo recordaran nuestros gobernantes. Siempre, pero de modo más apremiante ante situaciones de extraordinaria gravedad como la actual.
Un país sin presupuestos no tiene posibilidades de enfrentarse al futuro con una mínima garantía de éxito. De ahí que resulte prioritaria la existencia de mayorías parlamentarias que los aprueben finalmente. Pero esto, tan evidente para todos, no ha de hacernos olvidar que tampoco prospera un país que no solo gasta más de lo que ingresa, sino que lo hace en materias que distan mucho de ser esenciales.
España no necesita un Plan Marshall, ni coronabonos. Tampoco medidas de rescate o mecanismos de solidaridad sin condicionalidades o responsabilidad. A nuestro país le toca sufrir, asumir errores pasados, y tomar las medidas que eviten desastres futuros. Se dice a menudo que las decisiones políticas tienen consecuencias económicas. Pero las decisiones económicas también tienen consecuencias políticas.
El Plan de Estabilización constituye un magnífico ejemplo de esto último, dado que no solo significó la ruptura con el periodo de autarquía y trajo consigo un espectacular crecimiento económico, sino que también supuso el comienzo del fin del franquismo, actuando así esta transición económica como auténtica conditio sine qua non de la Transición democrática.
En esta línea, los nuevos Pactos de la Moncloa, nuevo Pacto de Toledo, o nuevo Plan de Estabilización, indiferentemente de su denominación, han de partir de la eliminación de gasto público superfluo, de la ruptura de promesas que no representan sino meras estratagemas con fines electoralistas, de la supresión de redes de dependencia que aniquilan la responsabilidad, el esfuerzo, la iniciativa y la realización personal y profesional.
No me refiero a olvidar compromisos adquiridos, sino a hacer honor a los que lo fueron por su valor normativo, por su imperiosa necesidad, por su significado social, porque son de justicia.
La actual crisis ha servido para resaltar precisamente eso, lo esencial, a lo que recurrimos cuando todo se tuerce. Si aquellos hombres pudieron hacerlo ante una situación económica y política tremendamente adversa, por qué no íbamos a ser capaces ahora nosotros. Quizá aquellos eran mejores hombres, porque tenían la técnica, y también la voluntad de cambio. Hoy técnica sobra, pero ¿dónde está la voluntad? España necesita un nuevo Plan de Estabilización y figuras de la talla de quienes lo hicieron posible en 1959.