Los eufemismos son difíciles de manejar en política, y pueden convertirse en el peor aliado de cualquier gobierno frágil y debilitado por sus socios de investidura. Pues cuando aún resuenan en la memoria de los españoles los brotes verdes inexistentes, que se materializaron en unos ajustes tan necesarios como insuficientes, el actual Gobierno se niega a llamar rescate a las ayudas concedidas por Bruselas, condicionadas tanto en su finalidad como en su plazo de devolución.
Y es que, la letra pequeña del denominado “fondo de rescate europeo” no se trata de un éxito, sino de una necesidad imperiosa. Por tanto, ofrecerle a Pedro Sánchez una entrada en el Palacio de la Moncloa evocadora de un Bienvenido Mr. Marshall constituye una sobreactuación fuera de lugar. No estamos ante un European Recovery Program, cuyo objetivo, además de frenar el avance del comunismo en Europa, consistía en ayudar con 12.000 millones de dólares a las maltrechas economías occidentales después de la Segunda Guerra Mundial, a través de la eliminación de las barreras al comercio y la modernización de la industria. La situación actual en España difiere mucho de la de 1948, máxime cuando los propios socios del Gobierno son los que merman la credibilidad de nuestro país en el exterior. En lo que sí hay un punto de coincidencia entre la España de 2020 y la de la posguerra europea es en la necesidad de incrementar la productividad y la implantación de nuevos modelos de negocio.
Sin embargo, el cuadro de mando no puede ser eldictamen de la Comisión para la Reconstrucción Social y Económica del Congreso de los Diputados, pues este plan de reconversión de la política económica española, que el Gobierno presentará el próximo 15 de octubre, debe resultar creíble y solvente, ya que se tratará de un compromiso incuestionable y que condicionará la próxima década.
Es evidente que la crisis sanitaria ha puesto en primera línea el gasto en salud, junto con las políticas farmacéutica y biosanitaria, convertidas en una prioridad. Pero no son las únicas. Y de nada sirve que se haga un reconocimiento explícito de los bajos niveles de desarrollo tecnológico, las altas tasas de abandono escolar o el carácter esencial de la política agroalimentaria si no se llevan a cabo reformas estructurales dirigidas a una mejora estable del tejido económico, social y empresarial español, con el foco puesto, no en las próximas elecciones, sino en las siguientes generaciones.
La realidad española se muestra tozuda, e indica que resulta urgente mejorar la productividad del factor trabajo. Perderíamos una oportunidad de oro si este rescate no se utiliza para conseguir reducir la cuña fiscal de sus rendimientos, acercando los salarios al valor de su productividad marginal, como exigen las más elementales normas del mercado en competencia. Así pues, la salida de la crisis pasa por la puesta en marcha de medidas estructurales del mercado laboral. A pesar de que para ciertos políticos españoles y europeos la plusvalía marxista constituye un elemento existente en nuestros esquemas y contra el que se deben emplear cuantos instrumentos resulten necesarios. Esta visión neomarxista del empleo concibe al empresario, que persigue la maximización de los beneficios, como alguien que se adueña de un valor que solo le pertenece al trabajador, olvidando que los riesgos derivados de las inversiones han de remunerarse, como mandato de los accionistas. Esta mentalidad, tan errónea como ancestral, anida en la mente de muchos gestores europeos, quienes insisten en que la presencia sindical en las empresas debe aumentar, y los salarios seguir una tendencia alcista al margen de la generación de riqueza.
La imprescindible metamorfosis del mercado laboral pasa por las personas: en las compañías privadas, porque ya se ha acelerado una producción por objetivos que nada tiene que ver con el lesivo presentismo tan común en la cultura empresarial de los años noventa; y en las Administraciones Públicas, huyendo del gasto público creciente y apostando, antes bien, por una política que potencie el talento, la digitalización (como en todo el país), que aplique técnicas de presupuesto base cero, y que logre que los servidores públicos estén verdaderamente al servicio de la sociedad y no supongan un lastre en los presupuestos y, por ende, en los maltrechos bolsillos de los españoles.
Esta cultura de presencia en la compañía es tan perjudicial para los intereses empresariales como para la conciliación entre vida laboral y personal. Y, si se conjuga con un arterioesclerotizado mercado de trabajo, en el que las bajas laborales son una auténtica lacra, el binomio resulta letal. En España, las incapacidades temporales han conllevado unas pérdidas de alrededor de 77.000 millones de euros (un 5,86% del PIB anual). A esto equivale la cantidad de producción que dejan de realizar las personas que temporalmente salen del mercado de trabajo por motivos médicos. Según el informe El absentismo derivado de la incapacidad por contingencias comunes, en 2018, la Seguridad Social satisfizo 7.500 millones de euros en concepto de incapacidad temporal, cuantía complementada por las empresas con 6.900 millones de euros, un incremento del 9,67% respecto al año anterior.
Es, por tanto, urgente la puesta en marcha de medidas, algunas a coste cero, que agilicen la incorporación a su puesto de trabajo de aquellas personas que lo abandonaron por razones médicas de índole coyuntural. Para ello, si los facultativos de las Mutuas de Accidentes del Trabajo fueran los encargados de autorizar el alta del trabajador, en lugar de hacerlo los sanitarios de Atención Primaria, la reincorporación del empleado se produciría de manera mucho más rápida, ya que son las Mutuas las que siguen el proceso de incapacidad temporal.
Por otro lado, es cuando menos llamativo que estas bajas aumenten de manera significativa en momentos de bonanza económica. Así, su incidencia se situó en un 2,5% en 2018, lo que llevó aparejado un coste de casi 6 millones de euros en 2019.
Y si el mercado de trabajo necesita una reforma, el modelo de financiación de pensiones requiere una actuación inmediata a través de la implantación de medidas que garanticen su sostenibilidad, mediante el cumplimiento de la ratio cotizaciones realizadas/percepciones recibidas. De lo contrario, muchos pensionistas pueden ver peligrar su capacidad de pago, mientras otros se benefician de un sistema solidario, incompatible con un mercado de trabajo que destruye empleos a una tasa vertiginosa y una sociedad en la que la esperanza de vida se aproxima a los 90 años. Así que, si se revalorizan las prestaciones por jubilación en función del IPC, esta actualización debe aplicarse a todo tipo de perceptores, no solo a aquellas pensiones que están en el escalón mínimo. De otro modo, no se asegura la ratio antes referida, lo que provoca un claro perjuicio en las capacidades de pago de aquellos que, aunque presentan propensiones marginales al consumo menores que los perceptores de rentas más bajas, sin embargo, en términos absolutos, realizan un mayor consumo. Además, es probable que quienes reciben rentas superiores a 45.000 euros anuales gocen de una cierta capacidad de ahorro, que les permita efectuar tales aportaciones.Por tanto, sería un error eliminar el incentivo fiscal al ahorro.
Siendo la política fiscal una competencia nacional, el mantenimiento o no de los estímulos al ahorro por la vía de la deducibilidad de las aportaciones a los planes de pensiones en el IRPF se trata simplemente de una cuestión presupuestaria, pues su coste para el Estado se cifra en 1.643 millones de euros. La pervivencia de los incentivos al ahorro de los contribuyentes y cotizantes no solo garantiza la capacidad de pago estable de las personas a lo largo del ciclo vital, sino que puede contribuir a un tránsito del modo de financiación de las pensiones hacia un sistema de capitalización, o hacia un NEST británico o una “mochila austríaca”, tan necesarios en estos momentos.
Las ayudas públicas, per se, no generan riqueza: sin crecimiento económico, no saldremos de la crisis
Si somos conscientes de estar ante un auténtico rescate, nadie debe escandalizarse por un recorte del gasto público contundente. Si Portugal o Grecia lo hicieron en 2008, en España no tiene por qué ser diferente, máxime cuando dispone de la misma capacidad para reformar la Administración Pública, acometer una reducción de gastos superfluos, la imprescindible eliminación de duplicidades en multitud de servicios públicos (caso de los servicios sociales), la digitalización de entidades públicas y privadas, y un largo etcétera que permitiría cumplir con los objetivos exigidos por las autoridades comunitarias, sin que el tan manido bienestar social español se viera maltrecho.
Las ayudas públicas, per se, no generan riqueza. Sin crecimiento económico, no saldremos de la crisis, ya que no se potenciará el consumo y no se creará empleo. La oportunidad que se nos brinda debe aprovecharse, sobre todo cuando, a juicio del Banco de España, el fondo de rescate apenas cubrirá el 10% de las necesidades de liquidez. Y hay que tener presente que los países, al igual que las empresas, no mueren por los balances, sino por la caja.
La reforma del sistema fiscal pasa por el establecimiento de medidas coyunturales, que apliquen estímulos a los sectores más dañados por la crisis, de manera que sus costes laborales y los precios a los que ofrecen sus productos les hagan más competitivos. Si no se quiere retrasar la recuperación económica, la forma de apuntalar el crecimiento implica evitar el cierre de los negocios que llevarán a la destrucción de un tipo de empleo con poca versatilidad, como les ocurre a los trabajadores de los sectores turístico, automovilístico o de la construcción, que tanto aportan al PIB español.
Por supuesto, el foco de las medidas ha de ponerse tanto en el corto como en el medio plazo. Sin embargo, la historia de la Hacienda Pública española replica y repite los mismos patrones de comportamiento y errores desde el siglo XVIII. Lejos de plantearse una reducción del gasto público superfluo y, por tanto, improductivo, se hace seguidora de una Ley de Wagner que postula un necesario crecimiento exponencial del gasto en momentos excepcionales y, una vez que la contingencia ha pasado, que continúe la frenética senda de crecimiento, lo que lleva a perpetuar el aumento de la presión fiscal, pues los ciudadanos, de vuelta a la normalidad, no reclaman bajadas de impuestos, ya que se han acostumbrado a esa carga fiscal.
Nadie niega que el crecimiento del déficit es una lacra, y que una subida coyuntural de los tipos reducidos del IVA, que la Autoridad Fiscal Independiente (AIReF) traduce en un aumento en la recaudación de 17.786 millones de euros, facilitaría una inyección de liquidez, siempre que se regrese a sus niveles de tributación en el momento en el que se aprecien signos de recuperación económica. Y es que, los impuestos indirectos se caracterizan por su regresividad, que se refleja especialmente en los productos de primera necesidad, afectados por los tipos reducidos y superreducidos de IVA. Por ello, la medida debe tener un carácter extraordinariamente coyuntural. Y, sin perjuicio del principio de no afectación de los ingresos a los gastos, previsto en la norma interna, este incremento de recaudación, derivado de la elevación de los tipos de gravamen del IVA, puede contribuir a la financiación de las ayudas dirigidas a los sectores más dañados por la pandemia, sin necesidad de darles un trato de ingreso parafiscal.
El Gobierno debería mostrarse muy cauto al tratar de elevar tipos marginales del IRPF, pues la curva de Laffer no se trata de un invento teórico, y la voracidad recaudatoria puede conseguir el efecto contrario. Es el momento de aumentar las bases imponibles, para mejorar la captación de fondos por la vía tributaria, olvidando las subidas de tipos, que inducen al fomento de la elusión fiscal, tratando de conseguir que el número de contribuyentes crezca.
Por supuesto que la imposición directa requiere una modernización. Por esto, llama poderosamente la atención que un gobierno tan preocupado por la igualdad entre los miembros de la pareja no incluya entre sus propuestas la eliminación de la tributación conjunta en el IRPF, sumamente desincentivadora de la participación de las mujeres en el mercado laboral.
El sistema fiscal español precisa de una reforma de hondo calado y, aunque la tributaria es una competencia de ámbito nacional, la política no puede instrumentarse al margen de la realidad europea, estableciendo, por ejemplo, el llamado impuesto digital, como si España viviera en autarquía. La exigencia de este impuesto en condiciones diferentes a las de nuestros socios comunitarios provocará una clara deslocalización de empresas multinacionales, nada deseable en este momento.
La política económica no debe diseñarse obviando el cumplimiento de los objetivos de déficit. Si el Gobierno recurriera a las ineficaces medidas keynesianas de aumento del gasto público incondicionado, condenaría nuestra estructura tributaria a un modelo decimonónico. Y si, además, elevara la presión fiscal -bajo el argumento de que hay que cerrar la brecha entre España, que recauda el 35,4% del PIB, y la media de la Unión, situada en el 41,2%-, esta subida de impuestos provocaría efectos muy lesivos en la generación de riqueza, lo que mermaría la capacidad de consumo y, en consecuencia, la creación de empleo.
Resulta urgente que el legislador abandone las trasnochadas posturas rawlsianas que oponen crecimiento económico a equidad, pues, precisamente, solo con unas tasas de desarrollo sostenible y estable en el tiempo disminuirán las desigualdades sociales. Pero si el foco de atención se pone exclusivamente en el impulso de las rentas bajas, olvidando que la mejora del Índice de Gini siempre se ha dado en épocas de generación de riqueza, la recuperación económica será tan lenta como dolorosa.