La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, señaló ayer que revisará a conciencia las cuentas y el rendimiento de Telemadrid, y que dará prioridad a otras partidas de gasto, bajo la idea de que ya no se trata de un servicio público esencial. Como era de esperar, la noticia no ha dejado a nadie indiferente. Hay quienes han aclamado este avance, que no supone sino un paso más en el cumplimiento del acuerdo de gobierno de la Comunidad. En él se especifica que se eliminarán “aquellos organismos que no respondan a criterios de interés general, eficacia y eficiencia”. En el extremo opuesto, como era todavía más previsible, hay quienes critican furibundos la medida de la nueva presidenta, enumerando las virtudes de las televisiones públicas y, en concreto, de las autonómicas.
Resulta por un lado ridículo, y por otro, altamente preocupante, el hecho de que haya que explicar a los amantes del gasto público que éste ha de tener algún sentido. La necesidad de aclarar conceptos como el de eficacia o eficiencia saca a la luz la “fiesta” española regada con el dinero de los contribuyentes. Fiesta que, aunque con la música más baja, continuó durante los duros años de la crisis, como prueba evidente de que la Administración pública no escarmienta, como tampoco lo hace ahora. Y no lo hace por falta de capacidad técnica, sino por la ausencia de voluntad política que haga efectivo cualquier mecanismo de rendición de cuentas. Hasta ahora.
Además de la cuestión puramente económica, ya muy relevante de por sí, esta decisión ha puesto de manifiesto otro concepto muy debatido actualmente en nuestro país, que es el del interés general. La televisión se trata de una magnífica herramienta de propaganda política y de adoctrinamiento ideológico, indiferentemente de si se pone al servicio de una empresa pública o privada. Sin embargo, las verdaderamente significativas son las públicas —tanto estatales como autonómicas—, en tanto en cuanto lo público habría de regirse por el principio de neutralidad. Esto hace ya tiempo que se dio por imposible, pues, en este juego de suma cero al que llamamos política, unos y otros buscan hacerse con el poder para favorecer sus ideales y sus intereses en la medida de lo legalmente posible —y en ocasiones más allá. De ahí que el anuncio de Díaz Ayuso haya levantado un revuelo considerable. Va contra las reglas de juego. Y, precisamente por eso, hay que celebrarlo. La mejor manera —y la más fácil— de salvaguardar la neutralidad de una televisión pública pasa por liquidarla. Y más aún si tampoco cumple con un mínimo de eficiencia y productividad, si bien esto todavía está pendiente de confirmación, a la espera de que finalice la revisión de las cuentas y audiencias de la citada cadena.
Por último, como de costumbre, un poco de pedagogía. En las democracias liberales como la nuestra, que muestran orgullosas las bondades del Estado de bienestar, acostumbramos a crear necesidades casi con la misma velocidad con la que afloran los derechos. De ahí que el concepto de “esencialidad” de un servicio público esté tan pervertido hoy. Habrá quienes, de hecho, argumenten que hablar de un “servicio público esencial” constituye un oxímoron, como lo es la “democracia socialista” o los “impuestos voluntarios”. Por mi parte, partiendo de la necesidad de un Estado limitado, considero que una televisión autonómica no entra en la descripción de “esencial”. Y no es que “ya no lo sea”, como señala Díaz Ayuso. Es que nunca lo fue.