El mismo día en que España está pendiente de los cierres perimetrales de sus provincias y su máxima preocupación consiste en saber quiénes están o no en el ‘grupo de convivientes’, en la Carrera de San Jerónimo el binomio Sánchez-Iglesias se asegura tres años más de Gobierno, gracias a la aprobación de las cuentas públicas del déficit.
Los llamados ‘Presupuestos para la transformación’ pueden condenar a nuestro país al ostracismo por décadas, a tenor de los niveles de déficit público que generarán, ya que los ingresos previstos son irreales, como ya han manifestado las autoridades europeas.
Basta con hacer un análisis somero para comprobar lo ilusorio de lo que el Gobierno pretende hacer creer: que el PIB pasará de un -11,2% a un +9,8% en 2021. Pues, a su juicio, el consumo privado rebotará desde un -11,2% a un +10,7% y la inversión, de un -18,3% a un +15%.
Y como sin empleo no hay consumo, y sin consumo no hay crecimiento, 2021 se plantea como el año en el que las tasas de creación de puestos de trabajo ascenderán al 7,2%. Aunque 2019 se cerró con un crecimiento del 2,3% y, en 2020 —tras diez meses de pandemia—, la caída habrá sido del 8,4%.
El keynesianismo sanchista ha permitido que 239.765 millones de euros se destinen a la subida del sueldo de los empleados públicos, que contarán con una revalorización de su salario de un 0,9%. Revalorización que igualará a la de pensiones, a las cuales se dedicarán 9,76 millones de euros. El aumento total de los gastos de personal pasa de 17.844 millones de euros a 18.595 millones.
Y especialmente improductivo es el gasto de la Sección 02. Cortes Generales, que experimenta un incremento del 5,7%, en un Parlamento que legisla mayoritariamente por Real Decreto, en el que no es necesario dar explicaciones sobre el estado de alarma y que realiza una raquítica actividad legislativa.
Haciendo alarde de la peor versión de la Ley de Wagner, el repunte previsto del gasto para el Ejecutivo se cifra en un 77,8%, de media. El presupuesto del Ministerio de Inclusión crece en un 90,8%; el del Ministerio para la Transición Ecológica, un 141,8%; el de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana, un 91,9%; e Igualdad gastará 403 millones de euros, un 158% más que en 2020.
Y como si la pandemia se tratara de un problema exclusivo de España, el Gobierno confía en que el consumo exterior ascenderá un 18%, aunque 2020 se cierre con un descenso de las exportaciones del 22,7%.
Los Presupuestos de 2021 ponen el foco en el gasto y fuerzan los ingresos. Y al igual que en la gestión de la pandemia, trasladan la responsabilidad a las comunidades autónomas, a las que, en un alarde de centralismo, penalizan si han actuado de forma eficiente y favorecen si despilfarran. Eliminando la capacidad normativa que la LOFCA les confiere, el Gobierno central contempla la recuperación del Impuesto sobre el Patrimonio con carácter indefinido.
Y les subirá un punto a todos aquellos que dispongan de un patrimonio neto igual o superior a 10.695.996,05 euros, pasando de tributar un 2,5% a un 3,5%. Este aumento resulta claramente confiscatorio, pues la rentabilidad de cualquier activo en la España de 2020 se sitúa muy por debajo del 3,5%. Así que quienes trasladen sus inversiones a un territorio con una fiscalidad más baja harán uso legítimo y legal de su libertad de invertir en aquel país que les ofrece ventaja competitiva.
Con todas las de la ley, un ciudadano puede mover sus inversiones al territorio que no le penalice ni su patrimonio ni sus inversiones. Es la conocida ‘votación por pies’, que hoy algunos confunden con un mal llamado dumping fiscal.
La confianza y la estabilidad normativa constituyen la base del crecimiento, tanto de la inversión interna como del consumo exterior, y con un gobierno que improvisa no se genera estabilidad ni se atrae talento. Vivimos un momento en el que el gasto público es necesario como medida coyuntural de apoyo a la actividad económica, pero si se aplica en medidas estériles, de nada servirá el esfuerzo.
No solo no se conseguirá el necesario crecimiento, sino que se estará condicionando el desarrollo de las generaciones futuras, que percibirán menores prestaciones o soportarán mayores niveles de presión fiscal para financiar el exceso de gasto público en el que se ha incurrido.