La crisis del coronavirus ha puesto de manifiesto, aparte la incompetencia e imprevisión del Gobierno, que nuestra infraestructura sanitaria no estaba preparada para una pandemia. En el ranking de la semana pasada que mostraba camas de hospital por 1.000 habitantes, España ocupaba el puesto 21 de 25 países europeos. Una posición que, quizá, ha favorecido los colapsos hospitalarios y de sus UCI.
Es difícil entender por qué el Ejecutivo no hizo caso a los múltiples requerimientos que se le efectuaron. Por ejemplo, el de Juan Martínez Hernández, portavoz de Salud Pública de la Organización Médica Colegial, quien el 30 de enero asignó a este coronavirus la máxima calificación de peligrosidad. También sorprende que se desoyera la advertencia formal de la OMS del 3 de febrero relativa a que se hiciese acopio del material sanitario preciso para la pandemia. Cerrar los ojos a la realidad ha costado muchos muertos, entre los que figuran sanitarios, a los que se puso a trabajar sin equipo protector. Causa asimismo indignación la falta de respiradores. Por último, ¿por qué se ignoró lo que ya ocurría en Italia?
Ante estos luctuosos hechos, cabe que el ciudadano se pregunte por lo deficiente de la gestión de nuestros gobernantes y de la infraestructura sanitaria. España gasta en salud (en porcentaje de PIB) aproximadamente lo mismo que la media que la UE. Sin embargo, los resultados están siendo desastrosos, pese a la excelencia de nuestros sanitarios.
La respuesta a esta aparente contradicción se halla en el hecho de que el pésimo manejo de la pandemia constituye una muestra de un problema más general: la falta de eficiencia de las políticas públicas. Gobernar consiste en priorizar, es decir, elegir en qué gastamos el dinero público y cómo controlamos el resultado. Y, por desgracia, nuestros políticos aún tienen pendiente el reto de trasladar los modos de gestión de las empresas privadas al sector público.
El Instituto de Estudios Económicos (IEE) ha publicado el informe “Eficiencia del gasto público”, con mediciones y propuestas de mejora. Hay dos datos claves que prueban que la ejecución del gasto público en España resulta lamentable. Se trata de la abultada deuda (95,5% del PIB) y del enorme déficit (2,64% del PIB). El indicador del IEE revela que la eficiencia de España, con una puntuación de 87,4, está por debajo de la media de la OCDE (100) y de la UE (90,6), donde sobresalen Suiza (144,6), Países Bajos (126,6) y Finlandia (126,1). Los peor clasificados, Grecia (54,2) e Italia (60,1).
Otro dato relevante para evaluar el sentido del gasto es la tasa de crecimiento anual del empleo público. En una lista de 25 países, España ocupó la octava posición en 2019, con un 1,9%, según Eurostat. Irlanda (5%), Estonia (4,3%), Luxemburgo (4,2%) y Grecia (3,5%) son las naciones donde más ha aumentado, mientras que Hungría (-2,3%) y Polonia (- 1,2%) han reducido sus trabajadores públicos. Lástima que este índice no recoja el intervencionismo del Ejecutivo en el Estado, porque ahí seríamos campeones