Las organizaciones agrarias de la Región se sumaron el viernes a la campaña nacional contra la crítica situación del campo español. En particular, en lo que respecta a los precios de los productos agrícolas, que dejan exiguos márgenes a los agricultores. Tractoradas, pitos y reproches han sido la nota dominante en una jornada que parece que se prolongará indefinidamente, síntoma de un fenómeno que no ha de subestimarse ni por su impacto real sobre la vida de muchos españoles como por su dimensión en cuanto a réditos políticos de corte electoralista.
Así, no es casualidad que Sánchez, más movido por el segundo factor que por el primero, pusiera cara de circunstancias el jueves tras una reunión inicial en Bruselas, a la par que declaraba que ésta había sido “altamente decepcionante”. Esta afirmación prepara el terreno para lo que es un fracaso anunciado de las negociaciones para los intereses de los agricultores españoles y ante lo que poco puede hacer España por mucho de que el Gobierno se empeñe en resaltar que “en ningún caso vamos a ser los grandes perdedores” de la política de recortes que se nos viene encima.
Tanto el comportamiento de los agricultores como el de la clase política, que bien está en Bruselas “negociando” o velando por los intereses patrios bien uniéndose a las manifestaciones, es del todo comprensible. Sin embargo, este comportamiento habría de tener una justificación distinta a la actual. Mucho me temo que, en el caso de nuestros gobernantes, su interés genuino por mejorar la vida de las personas se ha de presumir como falso, salvo prueba en contrario. Por ello, conviene centrarse en la justificación de la protesta que elevan los agricultores. Y es que los agricultores que hacen bien en protestar, pero no por la causa por la que lo hacen.
Deberían protestar porque la Política Agraria Común (PAC) es un invento diseñado para contentar a los agricultores y ganaderos franceses, pero que pagamos todos, como cualquier subsidio o partida de gasto público, nutrida a través de impuestos.
Deberían protestar porque la naturaleza misma de la subvención hace que la actividad económica en cuestión y el agente que la desarrolla sean menos competitivos. Tanto es así que al inicio de esa cadena de valor tan criticada estos días, no esté sólo el agricultor y su dura jornada laboral, sino también el dinero de Bruselas, junto con sus pautas y condicionantes, cuyo rotundo fracaso queda plasmado en la consternación del mundo rural.
Deberían protestar porque la PAC es una piedra de molino que sumerge a la Unión Europea en las profundidades del océano. Una de tantas, no hay duda, pero la de mayor peso y volumen, pues representa casi el 40% del presupuesto de la UE. 36,1% para ser exactos. En cristiano, la friolera de 58.400 millones de euros en 2019.
Deberían protestar porque nuestros políticos se pasean por Bruselas haciendo el paripé cuando resulta evidente que sin uno de los socios europeos que más presupuesto aportaba a la UE (Reino Unido), habrán de realizarse recortes. Y por qué no comenzar por la partida de gasto más grande y con resultados del todo discutibles.
Deberían protestar porque además del subsidio y del teatro, entre bambalinas se cierran acuerdos con países extracomunitarios con los que nuestros agricultores sencillamente no pueden competir en costes de producción.
Deberían protestar por todo esto, pues merecen unas condiciones de trabajo y de vida mejores. Sin embargo, entre pitos y flautas, nada cambiará.