Mientras las autoridades argentinas y los responsables del Fondo Monetario Internacional (FMI) ultiman los últimos detalles del plan de rescate acordado en junio por un monto de 50.000 millones de dólares en varias etapas, hemos conocido las líneas fundamentales de la que es la primera condicionalidad que el FMI exige a los países receptores de sus fondos, como es el Plan de Estabilización Macroeconómica. Esta guía de política económica debe servir de base para poner orden en los agregados macroeconómicos internos –especialmente en términos de reducción inmediata de los desequilibrios más graves como son en este caso el déficit público y la inflación– y dar una señal de confianza a los mercados internacionales.
En este sentido, el nuevo rescate conserva los cánones tradicionales de la intervención del FMI en los países que han requerido ayuda financiera en los últimos decenios. Aunque parecía algo superado y sometido a una fuerte controversia en los años de la crisis cuando se planteó la reforma de las estructuras del FMI, el espíritu del Consenso de Washington Ampliado vuelve a ser necesario no sólo por la vigencia de sus ideas, sino especialmente como un mecanismo ágil y claro a la hora de enfrentar las crisis financieras y de balanza de pagos pero, sobre todo, para tener claras las causas y las consecuencias.
Al igual que sucedió en los años ochenta, de nuevo se responsabiliza a un endurecimiento de la política de tipos de interés de la Reserva Federal de Estados Unidos como detonante de la crisis de un país, en este caso, de Argentina. Sin embargo, vuelven a confundirse las causas con hechos o cuestiones que agravan el problema pero no lo causan como es la subida de tipos. Si un emergente como Argentina hubiera tenido una economía saneada, con las cuentas exteriores equilibradas y con niveles controlados de deuda, por mucho que suban los tipos no le supondría un perjuicio más allá del normal en términos de movimiento de competencia capitales buscando mayores rentabilidades en su inversión.
Sin embargo, estamos ante una economía que dista mucho de estar saneada, a pesar de los esfuerzos del actual Gobierno Macri pero con una estrategia “gradualista” excesivamente prudente que no supo atajar de raíz la “herencia envenenada” de la época Kirchner. Por ello, a día de hoy, nos encontramos con fuertes desequilibrios que hacen vulnerable a Argentina: una tasa de inflación del 31,2 por ciento, un déficit del 4,8 por ciento en las cuentas exteriores, una deuda externa de 253.741 millones de dólares en el primer trimestre del año, fuga de capitales a razón de 10.000 millones de dólares con una caída nominal de la divisa frente al dólar del 35 por ciento en un mes y un déficit público que ronda el 4 por ciento del PIB.
En virtud de esta situación, el detalle ofrecido por el Gobierno Macri y comentado en diferentes ocasiones por el ministro Dujovne, reconoce las enormes debilidades actuales y propone acciones inmediatas. De entre ellas, es necesario destacar el plan de consolidación presupuestaria donde se encuentra un punto positivo –una reducción sustancial del gasto público– y un punto que a día de hoy ya está funcionando en términos de recaudación pero que puede acarrear consecuencias seriamente negativas a medio plazo como es la subida de introducir las retenciones a las exportaciones.
Por un lado, el ajuste del gasto público planteado de 0,9 puntos de PIB (0,2 puntos de gasto general + 0,7 puntos de inversión pública) podría quedarse corto al no embridar y depurar los subsidios cuyas competencias pasarían parcialmente a las provincias, con una posibilidad reducida de que el coste se repercuta sobre los usuarios dado el calendario político y la presión sindical. Al mismo tiempo, el anuncio de suprimir 13 de los 23 ministerios probablemente tenga más de efecto sobre la opinión pública que de recorte real del tamaño del Estado, que ha alcanzado máximos históricos, rondando el 20 por ciento del PIB (la presión fiscal en porcentaje del PIB apenas supera el 12 por ciento).
Por otro lado, subir 12 puntos las retenciones a las exportaciones está generando recaudación inmediata, pero se están aplicando por primera vez a todos los productos, no sólo los agrícolas, lo cual supone un efecto negativo sobre las exportaciones, por ejemplo de autopartes, que pesan el 3 por ciento del mix exportador argentino. En este sentido, la subida de retenciones no es nueva y, por tanto, eleva la presión sobre unas exportaciones cuyo peso sobre PIB se han desplomado desde el 28,4 por ciento en 2002 hasta el 11,18 por ciento al cierre de 2017 según datos del Banco Mundial. La política kirchenista del “cepo cambiario” y otras restricciones al comercio exterior sitúan a Argentina como la economía que más restricciones tiene a las exportaciones en todo el mundo, sólo por detrás de China por motivos puramente recaudatorios. De las 693 medidas restrictivas entre 2000 y 2012, un total de 585 son impuestos a las exportaciones.
Así, las retenciones a día de hoy se han convertido en una fuente importante de recaudación de impuestos, concretamente un 7 por ciento del total de la recaudación fiscal en 2016. Por tanto, presionar aún más al sector exterior puede tener consecuencias negativas a medio plazo por los incentivos que genera a la deslocalización de las plantas productivas para esquivar el impuesto. Por si fuera poco, en el terreno de las materias primas agrícolas, la subida de retenciones tiene consecuencias notables que probablemente sean positivas en clave interna –el impuesto redirige exportaciones hacia el mercado nacional, introduciendo más oferta de cereales que se encuentran en el centro de la escalada inflacionaria tras la sequía de este año, con el trigo alcanzando los 8.000 pesos por tonelada y la soja en los 9.150 en la Bolsa de Cereales de Buenos Aires– pero negativas a nivel global por el incremento que supone de los precios internacionales de commodities agrícolas como la soja, el maíz y el trigo, entre otras. Como señalan Giordani et al (2012) un incremento del 1 por ciento de los productos afectados por impuestos a las exportaciones, provocan un aumento del 1,1 por ciento de los precios internacionales de dichos productos.
En suma, visto lo anterior, el plan de ajuste genera dudas razonables sobre todo en las consecuencias económicas derivadas de su aplicación, tanto a corto como a medio plazo. Es preferible aplicar medias que causen un mayor ajuste en la economía (incluso con una caída superior al 2 por ciento para 2018) basadas en recortes más profundos del gasto público e introducción de competencia en los mercados que recurrir a instrumentos útiles de recaudación a corto plazo como la retención a la exportaciones pero cuyo impacto de medio plazo es, sin duda, más negativo.