Los datos de los últimos meses sobre la evolución del déficit y la deuda pública son, sin duda, muy preocupantes. El año pasado, el sector público español presentó el mayor déficit de todos los países de la UE, al alcanzar un volumen de aproximadamente el 11% del PIB. En pocas palabras, hemos tenido el dudoso honor de superar las cifras de déficit de naciones como Malta, Grecia o Italia. Tal desequilibrio ha tenido como efecto, naturalmente, un fuerte crecimiento de la deuda pública, que superó los 1,35 billones de euros, equivalentes al 120% del PIB aproximadamente. Si consideramos que este porcentaje era, al final de 2019, el 95,5%, el resultado es un aumento de 24,5 puntos en términos de PIB. Y lo que hemos visto en los primeros meses de este no invita precisamente al optimismo.
Frente a esta situación y, ante las grandes dificultades que está encontrando la economía para salir de la crisis, parece que los españoles hemos puesto nuestras esperanzas en las ayudas europeas que han sido presentadas como la solución, al menos a corto plazo, de nuestros problemas. Lo malo es que si hacemos unos números sencillos sobre lo que vamos a recibir y lo que nos hemos gastado en el último año, resulta difícil ver el futuro con un mínimo de confianza. La Unión Europea nos ha ofrecido fondos por valor de 140.000 millones de euros, la mitad a fondo perdido y el resto a devolver en algún momento del futuro, que habrá que determinar en su día. Pero estamos gastando mucho más.
He mencionado la cifra de déficit como porcentaje del PIB; pero, como he hecho referencia a las ayudas europeas en términos monetarios, conviene hacer lo mismo con el déficit. Éste alcanzó en 2020 los 123.000 millones de euros; lo que supone el 87% del total de las ayudas europeas, sumando las subvenciones y los préstamos, sin que se haya empezado a recibir aún el dinero. Pero las cosas no acaban aquí. Si las cuentas se hubieran equilibrado en los primeros meses de 2021, el problema consistiría en diseñar un plan para reducir, en el medio y largo plazo, el volumen de la deuda. Lo que ha ocurrido, sin embargo, es que el déficit público sigue siendo muy alto. En sus últimas estimaciones, el Fondo Monetario Internacional calcula que España tendrá este año un déficit próximo al 9% del PIB, lo que en términos monetarios supondría otros 100.000 millones de euros, aproximadamente. Y estima que en 2024 estaremos todavía con un déficit superior al 4% del PIB. Aunque un cálculo a tres años me parece poco fiable en estos momentos, esta última estimación puede tener sentido, ya que España cerró su último déficit anterior a la pandemia, el de 2019, en una cifra cercana al 3% del PIB tras varios años de crecimiento sólido, mientras algunos de los principales países europeos –Alemania y Holanda, por ejemplo– liquidaban sus cuentas públicas con superávit. Y esto indica un problema serio de déficit estructural, que hará más difícil volver al equilibrio presupuestario.
Mala gestión y problemas heredados
En resumen, 140.000 millones de euros es, sin duda, mucho dinero. Pero una cifra tan abultada parece encoger cuando la comparamos con los 220.000 millones que presumiblemente alcanzará el déficit público en el período 2020-2021. Y esto ha ocurrido con un sector público que no ha hecho un esfuerzo mayor que el de otros países para combatir la crisis provocada por la pandemia. El hecho de que nuestros resultados sean significativamente peores que los de otras naciones europeas se debe tanto a la mala gestión de la crisis como a problemas que arrastramos desde hace bastante tiempo y no supimos solucionar cuando era el momento de hacerlo.
Son los datos; y no tiene mucho sentido discutir sobre si las cosas se podrían haber hecho mejor con anterioridad. Lo importante es saber qué es lo que se piensa hacer en el futuro próximo. Y me temo que, a este respecto, existe una gran incertidumbre. Todas las propuestas económicas del gobierno adolecen de falta de concreción. Y de lo que habrá que hacer en su día para equilibrar el Presupuesto y pagar la deuda ni siquiera se habla. Y éste va a ser uno de los problemas fundamentales de nuestra economía. La deuda se puede aminorar básicamente de tres maneras. La primera, no pagando una parte, que es lo que algunos piden ya abiertamente, reclamando la solidaridad de las naciones europeas más solventes. La segunda, mediante la inflación, que reduciría el valor real del endeudamiento; pero tal estrategia exigiría modificar de forma sustancial los objetivos del Banco Central Europeo, a lo que previsiblemente se opondrían los países más responsables del continente. Y, la última, generar superávits presupuestarios a lo largo de un período dilatado de tiempo, acompañados de un crecimiento sostenido de la economía, que sería la forma más decente de resolver el problema. Pero, ¿estamos dispuestos a hacerlo? No soy optimista con respecto a la respuesta que pueda darse a esta pregunta. Pero me gustaría que, al menos, nos la planteáramos.