La Constitución española establece que el sistema tributario estará inspirado en los principios de igualdad y progresividad. Aparentemente nada más justo. Las personas en la misma situación deben ser tratadas de la misma forma; y aquellas con mayores ingresos deben pagar más. Y no sólo esto; tienen que dedicar al pago de impuestos una proporción cada vez mayor de su renta a medida que ésta aumenta, que es lo que el término progresividad significa.
Los impuestos progresivos tienen, en general, buena prensa y son constantes las peticiones de partidos, sindicatos y otros grupos políticos para incrementar aún más la progresividad de nuestro sistema tributario. Tales planteamientos se han visto reforzados en los últimos años por el estancamiento que parece haber sufrido la redistribución de la renta en los países de Occidente. De hecho, cualquier incremento de la progresividad es considerado un hecho positivo por la mayoría de la gente. Y esta idea ha llegado a ser tan políticamente correcta que pocas personas se atreven hoy a ponerla en cuestión, sobre todo si tienen un cargo público o aspiran a tenerlo. Pero pocos se plantean que los efectos de una mayor progresividad pueden ser negativos para el desarrollo económico del país; y pueden acabar perjudicando a aquellos a los que se intenta ayudar.
El problema radica en una cuestión que los economistas vienen discutiendo desde el siglo XIX: la posibilidad de diseñar políticas que contribuyan a una mayor igualdad en la distribución de la renta sin que afecten a los incentivos a trabajar y producir. Fue John Stuart Mill quien en 1848 afirmó que lo que él denominaba la “esfera de la distribución” está separada de la “esfera de la producción” ; y que el reparto de la renta puede ser determinado por las instituciones sociales. Fue, seguramente, el primer planteamiento claro de una idea que ha constituido desde entonces uno de los fundamentos del pensamiento socialdemócrata: es un error que el Estado interfiera demasiado en las actividades productivas, porque esto sería un obstáculo para la generación de riqueza; pero el poder público podría actuar en una segunda etapa, redistribuyendo la riqueza una vez que ésta hubiera sido producida.
El problema es, naturalmente, que tal separación radical de las dos esferas no es posible; y que las políticas de distribución suelen generar incentivos a reducir la producción. Y esta idea es especialmente relevante a la hora de analizar los efectos de la progresividad fiscal, porque las personas no adoptan sus decisiones en términos de valores totales, sino de valores marginales. En otras palabras, lo que determina que alguien dedique más o menos horas o esfuerzo al trabajo no es tanto el tipo medio del impuesto que debe pagar por la renta generada como el tipo marginal; es decir, el gravamen que soportan los ingresos que obtiene en las últimas horas trabajadas. Dado que progresividad significa precisamente que a tina persona le van a aplicar un tipo de gravamen más elevado cuantas más horas trabaje, la decisión de realizar o no un esfuerzo adicional no va a depender del impuesto medio que debe pagar, sino del crecimiento que experimenta el tipo a medida que gana más. Los incentivos a reducir su actividad son, por tanto, mayores cuando el impuesto es más progresivo.
Lo que establece la Constitución es que el sistema fiscal debe estar inspirado por el principio de la progresividad. Pero no dice, desde luego, que todos los impuestos tengan que ser progresivos, lo cual sería absurdo. Ni determina tampoco cuál debe ser el grado de la progresividad, ni que los tipos de gravamen tengan que ser siempre crecientes. No es difícil darse cuenta de que un impuesto sobre la renta, por ejemplo, puede ser progresivo aunque el tipo de gravamen sea único. Basta para ello que se fije un mínimo exento, que haga que el porcentaje de renta pagado por los contribuyentes sea mayor a medida que aquélla aumente. Un impuesto estructurado de esta forma tendría, sin duda, efectos mucho menos nocivos que otro en el que el contribuyente percibiera un fuerte crecimiento de la cantidad a pagar si aumenta su esfuerzo o su actividad.
Esto no implica, desde luego, que el poder público tenga que renunciar a redistribuir las rentas generadas por el mercado. Pero lo que no se debería hacer es legislar pensando que la gente no va a cambiar su comportamiento cuando se da cuenta de que, alcanzado un cierto punto, la recompensa que obtiene por su mayor esfuerzo es cada vez más pequeña.