Ayer, la inauguración del curso ‘Imposición sobre la riqueza’ de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP) contó con una invitada notable, María Jesús Montero, ministra de Hacienda en funciones. Esta tuvo por divisa señalar que era preciso revisar y corregir algunos impuestos, refiriéndose al de Sucesiones, Donaciones, al de Sociedades, o a las plusvalías municipales. Todo ello bajo la premisa de que la fiscalidad actual casa difícilmente con la realidad económica y los desafíos internacionales que enfrenta. Hasta aquí, nada que objetar. Bien pudiera tratarse del preámbulo del informe más reciente de Civismo, Día de la Liberación Fiscal, publicado el pasado 27 de junio, fecha en la que, de media, el contribuyente español deja de trabajar para cumplir con Hacienda y comienza a hacerlo para sí mismo. Es decir, después de la friolera de 178 días en este 2019.
Sin embargo, la ministra en funciones se revelaba en las antípodas de lo que postula el citado informe —cosa nada sorprendente, por otra parte. Defendió que la fiscalidad española es poco menos que irrisoria, destacando el escaso tamaño de la contribución de la riqueza al Erario público. Conviene repetir aquí el dato anterior: 178 días trabajando para el Estado; casi la mitad del año.
No obstante, podemos descartar cualquier posible dificultad en el cómputo de días por parte de la señora ministra, dado que, a continuación, señaló su discrepancia con el “dogma” de que el dinero de los contribuyentes está mejor en sus bolsillos. A su juicio, un “mantra” con fines electoralistas.
Esta afirmación resulta del todo chocante. Pero, además, tratándose de la ministra de Hacienda, también es absolutamente inaceptable. Declarar sin tapujo alguno que haríamos mejor dejando el fruto de nuestro trabajo en manos del Estado que poniéndolo al servicio de nuestra libertad personal es alarmante, en especial cuando quien lo asevera cuenta con la capacidad para llevar su visión a cabo.
La ministra sustentó este aserto en el hecho de que “nunca se ha demostrado que una bajada de la contribución se traduzca en un estímulo económico o en una mayor capacidad recaudatoria”. Pues bien, este argumento de Montero no sólo pone de manifiesto un sesgo ideológico que excede al ideal socialdemócrata dominante, sino que tira por tierra casi 300 años de teoría económica.
Por último, junto a estas convicciones y misión, la ministra esbozó una suerte de plan de acción. ¿El primer paso? Reformar la regulación de aquellos impuestos cuya “razón de ser” se discute y tienen peor acogida entre la ciudadanía. De esta forma, se solventa su deslegitimación a través de la subsunción en otras figuras fiscales.
Sin embargo, esta no constituye la pretendida adaptación de la fiscalidad española a los “desafíos globales actuales”, ni tampoco la creación de una “fiscalidad de vanguardia” por la que abogó la ministra. Antes bien, se trata de una reforma arbitraria, que busca sortear una opinión pública negativa para salvaguardar una cierta recaudación. Es un blanqueamiento. Aunque claro, un partido que blanquea tanto, ¿por qué no iba a camuflar un impuesto con mala prensa tras otro con mayor aceptación social?
En definitiva, bajo este PSOE, el contribuyente español ha sufrido, sufre, y va a sufrir, y lo va a hacer ya sea pobre, de clase media, o rico. Nadie tiene escapatoria cuando el planteamiento es, como dice la ministra, que no hay quien mejor que el Estado para hacerse cargo de nuestro dinero.
Todo ello resulta sintomático de una deriva preocupante; la de una fiscalidad que ya deviene en confiscatoria y que busca incrementarse, tanto de cara como por la espalda. Hablamos del PSOE de Sánchez; del PSOE del blanqueamiento. La semana pasada fue Otegui, y ayer tocó la fiscalidad. ¿Qué blanquearemos mañana?