Como la imaginación de los políticos a la hora de inventar tributos de todo tipo es fértil, con frecuencia nos encontramos con propuestas fiscales que, aunque tengan poco sentido, se lanzan a la opinión pública como si se tratara de ideas brillantes, capaces de resolver de una forma sencilla, justa y democrática los problemas de la hacienda pública. Por ello no me ha sorprendido lo más mínimo la última propuesta del PSOE de crear nuevos impuestos que afectarían directamente a los beneficios de la banca y al funcionamiento del sistema financiero. Parece que el primero consistiría en un gravamen “extraordinario” del 8% en el impuesto de sociedades que pagan los bancos; y que el segundo tendría como hecho imponible las transacciones financieras. Por otra parte, y para no quedar atrás en esta carrera de despropósitos, el pasado viernes Podemos presentó en el Congreso una proposición de ley sobre impuestos a la banca que pretende elevar en 10 puntos el impuesto de sociedades que pagan las entidades financieras durante, al menos, cinco años.
Veremos qué ocurre con esta proposición de ley. Pero ya sabemos que la propuesta inicial del PSOE no ha sido precisamente bien recibida. No puede decirse que la propuesta haya sido precisamente bien recibida. Desde ámbitos muy diversos se ha tachado la medida de populista e incluso de demagógica. Y no resulta exagerada tal crítica. Demagógico es, en efecto, decir que los ciudadanos han contribuido “con el sudor de su frente” al rescate del sistema financiero, cuando lo que costó realmente dinero a los contribuyentes fue el saneamiento de esas entidades semipúblicas de difícil definición llamadas las cajas de ahorros. Y demagógico es también tratar de convencer a la gente de que, con estos nuevos impuestos, se resuelve el problema del déficit del sistema de pensiones, cuando la solución de éste exigiría no sólo mucho más dinero, sino también una reforma sustancial del modelo.
Pero resulta, además, que la propuesta presenta numerosos defectos técnicos. En primer lugar, la idea de crear un impuesto finalista de esta naturaleza para cubrir el déficit de las cuentas del sistema de pensiones es bastante desafortunada, ya que, como regla general, financiar partidas específicas del gasto público con gravámenes que no tienen nada que ver con dicho gasto suele dar malos resultados; y, si se generalizan, tales prácticas pueden convertir el sistema fiscal en algo bastante caótico e inmanejable. Y cabe preguntarse, además, quién va a pagar estos impuestos. De cara a la galería se puede afirmar que la carga de los nuevos tributos va a recaer sobre los banqueros, personas no especialmente populares en el mundo de la izquierda. Es cierto que el aumento de la tarifa en el impuesto de sociedades lo soportarían, en principio, los dueños de los bancos. Pero, al margen de que los efectos puedan ser bastante más complejos, hay que preguntarse quiénes son hoy los dueños de los bancos. Sabemos, por ejemplo, que el Banco de Santander tiene en torno a cuatro millones de accionistas y muchos fondos de pensiones e inversión poseen acciones de dicho banco; de modo que este nuevo tributo afectaría a mucha gente de ingresos relativamente modestos. Y más clara aún resulta la regresividad del impuesto sobre transacciones financieras. Sólo desde la ignorancia o desde la mala fe se puede negar el hecho de que seremos todos los que tenemos una cuenta o realizamos pagos a través de una entidad financiera los que acabaremos soportando la carga del tributo. Por otra parte, algo que no deberían olvidar los promotores de la idea es que vivimos en una economía abierta, en la que las empresas pueden cambiar fácilmente su sede o realizar determinadas operaciones allí donde resulte más barato. Hace doscientos cuarenta años Adam Smith afirmó que el propietario de capital es un ciudadano del mundo que no está atado a ninguna nación en particular; y que abandonará aquellos países en los que esté sometido a una inquisición vejatoria dirigida a cobrarle elevados impuestos y llevará su capital a otro país, en el que pueda gestionar su negocio o disfrutar de su fortuna con mayor comodidad. Pero parece que algunos todavía no lo han entendido.
Lo más interesante de este tipo de propuestas es, seguramente, que ponen de manifiesto un problema serio de la hacienda pública de muchos países, que va más allá de una simple crisis de coyuntura. Y no se trata sólo de que varios sistemas de pensiones –el español entre ellos– estén en quiebra y necesiten que el Estado les transfiera una parte de sus ingresos tributarios. Lo importante es que conservar el estado del bienestar en su conjunto no va a ser fácil si queremos mantener unos niveles de prestación como los actuales… sobre todo en países fuertemente endeudados y en los que el esfuerzo fiscal que se pide a los ciudadanos es ya muy alto. Me temo que, si hoy las cuentas cuadran con dificultad, la situación no va a ser fácil tampoco en el futuro. Habría, por tanto, que replantear muchas cosas, desde la conveniencia o no de determinados gastos públicos a la estructura misma del sistema tributario. Y no tiene sentido, desde luego, tratar de disimular subidas generalizadas de la presión fiscal diciéndole a la gente que no se preocupe ya que los nuevos impuestos serán pagados exclusivamente por los ricos