Los impuestos que gravan las ventas y el consumo —los impuestos indirectos —no han gozado nunca de gran aceptación popular. En el pasado, uno de los rasgos de casi todos los movimientos revolucionarios en nuestro país era pedir la abolición de lo que, en la vieja terminología fiscal española, se denominaba los “consumos”. Una de las razones que justificaba esta animadversión hacia ellos era que los impuestos indirectos han sido siempre tachados de injustos por recaer sobre todos los consumidores y no gravar a cada contribuyente según su específica capacidad de pago. Y las críticas que reciben en la actualidad son, básicamente, las mismas.
Más tarde, con la generalización de los impuestos sobre la renta en el siglo XX, pareció que se había dado el paso decisivo para resolver el problema de la equidad tributaria, ya que tales impuestos discriminan a los contribuyentes en función de su situación económica, obligando a pagar más a quienes más tienen. Y dado que sus tipos de gravamen son progresivos parecieron ser un buen instrumento para redistribuir la renta. El tema sigue hoy abierto a debate y en numerosas propuestas de reforma fiscal se insiste en la idea de que se deberían reducir los impuestos indirectos y elevar la presión fiscal que soportan las rentas de las personas físicas y los beneficios de las sociedades. Aparentemente nada más justo. Pero, para bien o para mal, las cosas no son así. Aunque muchos políticos sigan empeñados en la idea, lo cierto es que los impuestos directos no aumentan su participación en el total de la recaudación fiscal. Y, lo que es aún más importante, no tenemos ninguna garantía de que un sistema fiscal en el que tal cosa sucediera fuera más justo que el actual modelo.
La evolución del impuesto sobre la renta constituye un excelente campo de estudio para entender lo que ha sucedido. Este tributo fue, en sus orígenes, un impuesto dirigido a personas con rentas relativamente elevadas. Hoy, sin embargo, lo paga casi todo el mundo, incluso personas con unos ingresos bastante reducidos; y, además, son las rentas del trabajo las que soportan la mayor parte de su carga. ¿Por qué ha sucedido esto? La razón principal es que quienes diseñaron este impuesto en su día no consideraron seriamente la posibilidad de que los más perjudicados por él —los contribuyentes de mayores ingresos— pudieran reaccionar para evitar, al menos parcialmente, su pago; y no prestaron suficiente atención a un hecho que, por otra parte, era bien conocido por los economistas, al menos desde el siglo XVIII: el diferente grado de amovilidad de los factores de producción. En un mundo en el que los capitales se desplazan con mucha mayor rapidez —y muchos menos costes— que el trabajo, resulta en efecto imposible establecer una presión fiscal muy elevada sobre aquéllos sin que sus propietarios los trasladen a lugares donde reciban un mejor trato fiscal.
El fuerte crecimiento del gasto público y la dificultad de obtener recursos para financiarlo tuvieron como efecto inevitable la “democratización” del impuesto sobre la renta, en el sentido de hacer que incluso trabajadores de bajos ingresos se convirtieran en sujetos pasivos de este tributo. Y sus posibilidades de eludirlo resultaron ser, además, mucho menores que las de los propietarios de capital.
Por otra parte, mientras los impuestos indirectos discriminan entre el consumo y el ahorro, favoreciendo éste, los directos discriminan entre el trabajo y el ocio y generan incentivos negativos a la actividad productiva en mayor grado que los que gravan las ventas y el consumo. La pregunta es, entonces, si ante un impuesto de esta naturaleza, que ha evolucionado en la forma en que lo ha hecho tiene sentido seguir diciendo que se debería incrementar su peso relativo en los ingresos del sector público.
Y una última idea. Si algo he aprendido en el medio siglo que llevo dedicado a estudiar economía es que los gobiernos pueden realizar sus reformas fiscales buscando la eficiencia, la equidad y la redistribución de la renta. Pero lo que hacen, al final, es obtener ingresos allí donde les resulta más fácil hacerlo. Los impuestos sobre las ventas y el consueno, por tanto, no van a reducirse; como no lo van a hacer, por citar otro ejemplo, los tributos que gravan la propiedad inmobiliaria en formas muy diversas. El consumo y la vivienda no se pueden desplazar a jurisdicciones fiscales menos agresivas para el contribuyente. Las inversiones y las empresas, sí.