Desde hace algún tiempo, ha cobrado cierta notoriedad una escuela de política económica –basada en la llamada Teoría Monetaria Moderna– que reivindica estrategias peculiares que suenan bien en los oídos de algunos políticos, e incluso de economistas situados al margen del análisis económico generalmente aceptado tanto en las mejores universidades del mundo como en la mayoría de los bancos centrales y gobiernos occidentales. Sus partidarios afirman que no tiene mucho sentido preocuparse por la posibilidad de que el gasto público sea demasiado alto en un determinado país, ya que tal gasto podría financiarse mediante la emisión de dinero.
Su idea fundamental es que los países que tienen competencias para crear sin restricciones oferta monetaria –Estados Unidos, por ejemplo, pero no los miembros de la Unión Monetaria Europea, en cambio– pueden emitir cuanto dinero quieran para financiar dicho gasto; de este modo, pueden satisfacer, sin problemas de solvencia, todas sus necesidades de desarrollo económico y social. Cuando se critica su modelo con el argumento de que el resultado previsible de tal política sería una elevada inflación que acabaría destrozando la economía del país, responden que tal cosa no tendría por qué suceder, ya que no se producirían tensiones inflacionarias mientras en esa economía existieran recursos desocupados. En su modelo, la expansión monetaria sería un instrumento importante para lograr el pleno empleo. Y si, una vez conseguido éste, hubiera tensiones en los precios, el Estado podría eliminarlas mediante una política fiscal que redujera la demanda agregada.
En este punto, sus conclusiones recuerdan a algunas de las interpretaciones simplistas del primer keynesianismo –no a las ideas del propio Keynes, ciertamente– y, en concreto, a los planteamientos de la hacienda funcional de Lerner, que sirvieron de fundamento teórico a las políticas de estabilización de las décadas de 1950 y 1960. Tal estrategia recibió, sin embargo, un golpe muy duro años más tarde cuando los hechos mostraron que una política monetaria expansiva puede generar inflación también con recursos de producción desempleados, e incluso en situaciones de estancamiento. Pero, en el mundo de la economía, los muertos renacen, a veces, con una facilidad sorprendente.
Ahora bien, no sería exacto considerar la Teoría Monetaria Moderna como una mera actualización del viejo keynesianismo, más centrado en la política fiscal que en la monetaria. En realidad, su fe en los efectos positivos de disponer de una gran cantidad de dinero para lograr el crecimiento económico de forma sostenida tiene un origen mucho más antiguo. Valore el lector la siguiente argumentación: la prosperidad de un país reside en su capacidad para producir e intercambiar bienes y servicios. Y para lograr aumentar la producción y el comercio es necesario que los agentes económicos dispongan de los medios de pago necesarios; que no haya escasez de dinero. Con el viejo sistema del patrón oro, la cantidad de dinero en circulación estaba controlada por un mecanismo automático que impedía a los gobiernos incrementar la cantidad de circulante cuando las circunstancias del país lo exigían. Pero esto no tiene por qué ocurrir con un sistema de papel moneda, cuya cantidad es determinada por el emisor y podría aumentar casi sin costes en proporción a las necesidades de esa economía.
Ideas antiguas
Buena Teoría Monetaria Moderna, sin duda. El único problema es que estas ideas son un poco más antiguas. De hecho, están tomadas de un libro que publicó el economista escocés John Law en 1705 con el título El dinero y el comercio: una propuesta para proveer de dinero a la nación. En este resumen he modificado un poco la terminología para adaptarla a los usos actuales. Pero no he añadido nada que no se encuentre en su obra.
Algunos años más tarde, en 1716, se le ofrecería a Law una gran oportunidad para llevar a la práctica sus teorías. Tras la muerte de Luis XIV, la economía francesa pasaba por un difícil período de estancamiento y deflación, mientras la Corona sufría de serios problemas financieros, no muy diferentes, por cierto, de los que muchos Estados experimentan en la actualidad. ¿Qué mejor momento para relanzar la economía aplicando su modelo? Y así se hizo. Lo malo es que las cosas no terminaron bien. Sólo cuatro años después, el banco que había fundado el escocés había quebrado y Law había tenido que cruzar a toda prisa la frontera y refugiarse en Venecia. ¿Qué había sucedido?
La causa de la quiebra hay que buscarla no tanto en la estricta actividad del banco como en las relaciones de éste con una compañía mercantil creada para comerciar con las colonias en régimen de monopolio, que en un momento dado se encontró en serias dificultades. Pero nuestro economista pensó que tenía la repuesta también para esta crisis: si el banco puede emitir dinero sin límites para evitar la quiebra, ¿por qué no hacerlo? Y lo hizo. Pero ocurrió lo que tenía que ocurrir: no sólo se depreciaron las acciones de la sociedad, sino también los billetes del banco. Y Law se ganó así a pulso el título que años después le darían algunos historiadores: el padre de la inflación.
Nada nuevo hay bajo el sol, dice el Eclesiastés. Se ve que en teoría monetaria, tampoco.