La semana pasada, se aprobó en el Congreso una actualización del cupo vasco, de una cuantía que anualmente tiene que abonar dicha autonomía en concepto de gastos generales, por las competencias no transferidas, las instituciones comunes y las infraestructuras que no son de su titularidad.
Esto ha suscitado una considerable polémica. Dejando a un lado a los nacionalistas periféricos, unos han visto en dicho derivado del Concierto Económico Vasco un privilegio con el que se atenta contra la igualdad de todos los españoles, mientras que otros nos animan a exigir eso mismo para el resto de regiones.
No obstante, para hacer un juicio no es necesario tener un procesamiento mental netamente binario; vayamos por partes.
Que todas las autonomías tuvieran su propio “cupo” sería justo en la medida en la que todas se someterían a ciertas reglas comunes (todos los españoles abonarían tanto los gastos comunes como única y exclusivamente los de la región donde residan, evitando así también el “pasteleo” del Fondo de Liquidez Autonómica y la redistributiva financiación autonómica).
No obstante, dado que lo estipulado en la legislación nada señala sobre expandirlo al resto de autonomías, que solo se concede a una Comunidad Autónoma gobernada por nacionalistas periféricos -no es esto nada excepcional en las Vascongadas- a los que se pretende “agradar”, hablamos, sin duda, de un privilegio. De hecho, se manipula el cálculo en beneficio de estos.
Ahora bien, yo me opongo directamente a la cuasi federal “España de las Autonomías”. Si bien es cierto que la descentralización puede ser eficiente, hay que decir que la teoría no ha dado los resultados esperados. En vez de acercar la administración al ciudadano, se le obliga a mantener 17 mini-Estados hipertrofiados donde ninguna clase de descentralización ha primado.
No hay competencia por brindar una fiscalidad atractiva para ciudadanos y empresas ni por tener menos legislaciones y normativas administrativas que obstaculizan la iniciativa empresarial y aminoran nuestro margen de libertades, sino por todo lo contrario.
Ni que decir tiene que tampoco hay preocupación por ser líder en protección al no nacido.
Igual alguno me rebate la tesis acusando de esas “competiciones de sociatas” al carácter redistributivo del sistema de financiación (si un gobierno autonómico despilfarra, en vez de dejarle a suerte del mercado de deuda, se le premia con inyecciones de liquidez). Se equivoca. La fiscalidad vasca no es de las más bajas de España, según el think-tank liberal Civismo.
Lato sensu, los burócratas de turno han visto en estas divisiones político-administrativas una serie de “cortijos” en los que favorecer (por ejemplo, asignando “a dedo” puestos de trabajo) a familiares, amigos y compañeros de filas políticas.
De hecho, España tiene hoy 3 millones de funcionarios, esto es, un 328’57% más que en 1975, año en el que falleció Francisco Franco.
Pero es que estos políticos también practican un “populismo” basado en “quedar bien de cara a la galería”. Hay muchas inversiones en infraestructuras necesarias (aeródromos, palacios de congresos,…) así como una oferta universitaria estatal que no responde a la demanda, que está más cerca de la endogamia universitaria que de la excelencia académica y la competitividad.
Eso sí, mientras que el caso genérico ha sido el beneficio a la correspondiente casta política, en otras regiones, esto ha supuesto la puesta a disposición de herramientas necesarias para consolidar y promover mitos nacionalistas periféricos.
El nacionalismo se basa en la ingeniería social, algo en lo que puede consistir el socialismo, que necesita de medios estatales.
Dejando aparte las reprobables actitudes de PP y PSOE durante décadas -otorgando concesiones-, cabe señalar que gracias a la existencia de medios de comunicación de titularidad autonómica así como de competencias educativas, nacionalistas como los catalanes y vascos han logrado adoctrinar a las masas, tergiversando variedad de cifras así como la historia.
Hablamos de movimientos que, por cierto, tienen corrientes expansionistas, basadas en la reivindicación de las falacias geopolíticas respecto a los llamados “Países Catalanes” y a “Euskal Herria”.
De hecho, hay comunidades autónomas que podrían correr el riesgo de ser semillero de un nuevo movimiento nacionalista. Por ejemplo, Asturias, cuna de la Reconquista, dado el proyecto para declarar el “bable” como lengua cooficial, lo cual incentivaría un aldeanismo excluyente y podría “estimular” el nacionalismo andaluz o el muy testimonial nacionalismo extremeño.
Pero mientras que estos ingenieros sociales promueven políticas de imposición lingüística que coartan la libertad de los hispanohablantes en el propio territorio nacional, el español es el segundo idioma más hablado en el mundo y en muchos países, ya sea para trabajar o estudiar, basta con tener un buen nivel de inglés (da igual que hablemos de Holanda que de Hungría).
Y no, no hay nada que debamos agradecer al modelo autonómico. Los grandes avances científicos y tecnológicos nunca serán algo a agradecer a la clase política, sino todo lo contrario, como Murray Rothbard nos enseñó en sus teorías. Las sociedades prosperan en la medida en la que hay mayor margen para emprender la iniciativa individual.
Dicho esto, ¿cuál debe ser exactamente la alternativa? Me opongo frontalmente al “big government”, ya sea el de 17 mini-Estaditos como el de un Estado unitario. Por ello, abogaría por un Estado también reducido a su mínima expresión, que solo tuviera competencias en Justicia, Seguridad, Defensa y Relaciones Diplomáticas (asuntos exteriores).
Lo demás debe ser provisto por el mercado a la vez que fortalecemos la institución colectiva de la sociedad civil.
Las familias deben decidir libremente cómo, cuándo y dónde educar a sus hijos; el individuo debe tener libertad para elegir un proveedor de servicios; el contribuyente no debe sufragar infraestructuras irrentables o que, básicamente, no va a utilizar, etc.
Las mancomunidades comarcales y las diputaciones provinciales también deberían suprimirse, ya que no tienen otra utilidad que no sea servir al clientelismo y al enchufismo. Basta con la descentralización a escala municipal. Eso sí, los ayuntamientos deben respetar la iniciativa privada y ser tan amigables con el mercado como el de cierto municipio de Georgia (EE.UU).
Dicho esto, puedo comprender, ya que “de todo hay en la viña del Señor”, que haya gente muy preocupada por ciertos dialectos (por ejemplo, la “fala”) o por la promoción de sus tradiciones, pero de ello puede encargarse la sociedad civil por sí misma. Un mini-Estadito encargado de ello acabaría incentivando esa “hispanofobia” que, por cierto, secunda el izquierdismo.
Ser pragmático es imposible. Si algo es ineficaz en la medida en la que es demasiado costoso, injusto al promover diferencias entre españoles y ser útil para nacionalistas periféricos excluyentes que practican lo mismo que evidencian la ingente cantidad de regulaciones burocráticas y la presión fiscal (coerción), no puede mantenerse. Hagámoslo por España.