La historia de las crisis de la Hacienda española es larga y compleja. Y no es sorprendente que, en la primer mitad del siglo XIX, el Estado pasara por serias dificultades económicas. La deuda pública española despertó seria desconfianza en diversas ocasiones; y las principales bolsas europeas llegaron a cerrarse a los títulos españoles. La insuficiencia de los ingresos públicos fue una constante a lo largo de la primera mitad del siglo. Y no es sorprendente. Estos ingresos tenían su base en un sistema fiscal bastante primitivo, con una estructura interna poco coherente, heredero de la administración del antiguo régimen. Ya las Cortes de Cádiz plantearon la necesidad de establecer un modelo más moderno, que permitiera financiar los gastos del Estado. Pero, como tantas propuestas de las Cortes, la reforma fiscal quedó en el papel durante muchos años. Y la constante inestabilidad política del país, incluyendo dos guerras carlistas antes de 1850, dejaron las finanzas públicas en una situación muy difícil.
Cualquier reforma racional de la Hacienda española tenía que empezar por una reestructuración importante del sistema tributario. Y este fue el objetivo de la reforma de 1845, la más importante de nuestro siglo XIX en el campo fiscal. La reforma está unida al nombre de Alejandro Mon, ministro de Hacienda en el momento de la promulgación de la ley que la puso en marcha; y es conocida también como reforma Mon-Santillán, por el importante papel que desempeñó en ella Ramón de Santillán, un destacado hacendista de la época.
El nuevo sistema tributario se gestó en el seno de una Comisión creada en 1843, presidida por Santillán. Con él se planteó, por una parte, modernizar y armonizar para toda España un sistema tradicional, ineficiente y complejo. Y, muy importante, garantizar al Estado los recursos necesarios para el cumplimiento de sus funciones. Por otra parte, se trataba de avanzar en una cuestión clave para la economía española: conseguir, por fin, la unidad del mercado español, algo fundamental para el desarrollo económico del país. Y no se debe olvidar que, hasta ese momento, en España existían todavía aduanas interiores, que dificultaban la circulación de bienes entre las diversas regiones.
El nuevo modelo se estructuró, básicamente, en torno a tres impuestos. Aunque había otros tributos, los más importantes fueron la contribución sobre bienes inmuebles, cultivo y ganadería, el subsidio industrial y del comercio y los impuestos de consumo. El primero se centraba en la riqueza inmobiliaria y en la agricultura, algo muy razonable en un país en el que el sector primario y la propiedad de inmuebles suponían la base del sistema económico. El segundo, se dirigía al sector más dinámico de la economía: la industria y el comercio. El problema con este impuesto fue uno muy común en la historia de la Hacienda pública: por buena que sea una idea de reforma fiscal, ésta puede fracasar si la administración tributaria no dispone de los conocimientos y los medios adecuados para gestionar el impuesto. Y esto es lo que sucedía en la España de la época. Por ello se acudió a un sistema de cupos, lo que, como suele ocurrir, dio origen a todo tipo de quejas y protestas por parte de los contribuyentes afectados. Pero no cabe duda de que el impuesto más polémico de todos fue el de consumos, un tributo que gravaba la circulación y la venta de muchos productos básicos; y que, al elevar sus precios de venta, era rechazado por la gran mayoría de la población, en especial por los grupos de renta baja. Uno de los gritos más populares en las revoluciones y motines del siglo XIX español era: “¡Abajo los consumos!”, exclamación con frecuencia acompañada de actos algo más violentos, como la quema de las casetas de los recaudadores del impuesto.
Pero, pese a sus defectos y a las insuficiencias del aparato del Estado, la reforma Mon-Santillán fue un momento muy importante en la modernización de la Hacienda española, que contribuyó al progreso de la economía en la segunda mitad del siglo. Habría que esperar más de cincuenta años para que se produjera en el país otra reforma importante. Esta fue la protagonizada por Raimundo Fernández Villaverde ya a principios del siglo XX, en otro momento especialmente difícil para las finanzas públicas tras las guerras de Cuba y Filipinas. Y setenta y cinco años después, ya recuperada la democracia en España, se aprobó en 1977 una nueva reforma, que sigue constituyendo la base de nuestro sistema fiscal. No es el final de la historia, ciertamente. Son muchos los economistas que piensan que sería muy conveniente introducir modificaciones importantes en el sistema tributario que permitan financiar un gasto creciente, que parece muy difícil de controlar. Crear nuevos impuestos para ello no es, seguramente, la mejor estrategia. Pero el siglo XXI parece requerir un modelo diferente… en esencia, algo no muy distinto de lo que pensaban Mon y Santillán en 1845.