No hay palabra más repetida durante esta crisis de la COVID-19 que liquidez. Todas las políticas económicas están enfocadas a garantizarla. Por el lado de la monetaria, los bancos centrales han decidido implementar planes muy expansivos: el BCE, por valor de 750.000 millones de euros, y la FED, con 700.000 millones, incluso ha hablado de inyecciones ilimitadas. Por el lado de la política fiscal, todos los países han diseñado programas de recuperación en los que, en gran parte, el Estado funciona como avalista o prestamista a través de empresas públicas de crédito.
Un economista de la Escuela Austriaca siempre verá con escepticismo cualquier tipo de intervención pública, tenga el ánimo que tenga. Sabemos, por la teoría del conocimiento disperso de F.A. Hayek, que el Estado se enfrenta en todo momento a un problema de información subjetiva y dispersa, que le impide planificar la economía en todos sus aspectos. En este argumento también se basa, por ejemplo, la teoría austriaca sobre el ciclo económico (TACE): la autoridad que interviene el mercado monetario y de crédito no es capaz de saber las preferencias temporales de los agentes del mercado -conocimiento subjetivo y disperso- y, al fijar un tipo de interés, provoca distorsiones y descoordinaciones. Estas son las que dan luego paso al ciclo de expansión y recesión. El argumento central de esta teoría de la imposibilidad del cálculo económico resulta aplicable a cualquier situación donde el Estado intervenga.
A esta duda no escapa la inyección masiva de liquidez, expresión usada para decir que se está creando dinero de la nada. Sabemos que el dinero, como depósito de valor, se trata de la forma más líquida de intercambiar producción por producción que espontáneamente se haya inventado. No debemos olvidar, por tanto, que el dinero siempre está referenciado a la producción. Así, nos debemos preguntar en este caso, ¿se está creando el primero con el respaldo de un aumento de la segunda?
¿Se está creando dinero con el respaldo de un aumento de la producción?
La respuesta, a la luz de la situación de parón económico, resulta evidente. La producción está cayendo, se espera que a unos niveles muy bruscos, históricos. No hay incremento de la demanda de dinero. Entonces, ¿por qué se crea más?, ¿no podemos tener efectos inflacionarios? Todo dependerá de los canales por los que entre el nuevo dinero y cómo se acabe disponiendo de él, pero lo que sí sabemos es que generará importantes distorsiones. El objetivo principal de las autoridades fiscales y monetarias pasa por evitar el descenso del PIB a corto plazo, y para ello, quieren que no se reduzca el consumo de bienes presentes: que los agentes tengan efectivo para poder seguir ejecutando sus operaciones.
En una coyuntura como esta, las pérdidas empresariales se traducen en consumo de bienes de capital, es decir, en reducción de la capacidad de producción de bienes futuros de la economía. Para poder recuperar esa capacidad, resulta fundamental ahorrar -no consumir- bienes presentes, y transformarlos en bienes de capital que permitan generar mayor cantidad de bienes de consumo más adelante: la clave reside en la acumulación de capital.
Aun así, tanto la política fiscal como la monetaria parecen procurar más bien lo contrario. La primera está dirigida al incremento del consumo, lo que obstaculiza ese proceso de acumulación de bienes presentes y su transformación en bienes de capital. Y la segunda, que puede enfocarse en la acumulación de bienes de capital, termina transformando de forma arbitraria -no respaldada en las preferencias temporales de los agentes- bienes presentes en bienes de capital que, en el futuro, seguramente, no generen la rentabilidad suficiente, es decir, no produzcan bienes de consumo deseados, valorados, útiles para la economía. Esto se asemeja al efecto del consumo de bienes presentes, pues provoca una destrucción de los bienes de capital, lo que impide el crecimiento económico. Si hay menor producción, y las políticas monetarias y fiscales se encargan de agravar este efecto, ¿de qué sirve el nuevo dinero? La respuesta es clara: para nada, solo se trata de papel, sin nada detrás. Es más, como comentamos, la introducción del nuevo dinero por canales de crédito distorsiona los mercados y hace que se invierta en capital que luego no será útil, no generará valor.
En suma, tanto las políticas fiscales como las monetarias implican descoordinaciones que acarrean decrecimiento económico. Imprimir papel moneda no constituye la solución al problema. Esta se hallaría en producir más, y para ello es clave: (1) más ahorro antes que más consumo, y (2) que la inversión y creación de bienes de capital se haga de la forma más acertada posible, para lo que resulta fundamental no planificar la economía y dejar que la información fluya de forma descentralizada por los mercados. Los medios de pago han de construirse según la economía los necesite y demande, sin excederse. La inyección de liquidez se va a convertir en una medida contraproducente, nunca mejor dicho.