Desde hace ya bastante tiempo el contribuyente de nuestro país es consciente de que la seguridad jurídica en sus relaciones con la Administración tributaria es cada vez menor. Abundan las normas confusas, que son interpretadas por la Administración, por lo general, en su propio beneficio y en contra de los intereses de quienes pagan los impuestos. Se dilatan las resoluciones de alegaciones y recursos, o se fuerza a los afectados a acudir a los tribunales para obtener justicia incluso en casos bastante claros que la propia Administración tributaria debería resolver en un plazo breve.
Esta situación de indefensión se agrava en aquellos casos en los que residentes realizan operaciones en el exterior o empresas extranjeras actúan en nuestro país. Por poner un ejemplo bien conocido: pasa el tiempo y la Administración española se niega a reformar la reglamentación de su famoso impreso 720, en el que hay que declarar la propiedad de activos situados en el exterior, a pesar de que la Unión Europea ha manifestado claramente que se trata de una norma que vulnera el derecho comunitario, establece sanciones desproporcionadas y llega al absurdo de declarar imprescriptibles las actuaciones que violen esta obligación de los contribuyentes. Hoy el recurso está pendiente de resolución por el Tribunal de Luxemburgo. Pero creo que lo lógico habría sido que la Administración tributaria española, una vez que quedó de manifiesto que se trata de una norma torpe y abusiva, hubiera rectificado; y no se hubiera agarrado como a un clavo ardiendo a la posibilidad de que el tribunal no la obligue a introducir demasiados cambios en su regulación.
Parece que nuestra Hacienda siente una auténtica animadversión hacia todo aquello que pueda escapar a su control directo y hacia los contribuyentes que, actuando de forma totalmente legal, se domicilian en el exterior o realicen operaciones en otros países. En los últimos días hemos conocido dos noticias que han sacado a la luz de nuevo estos temas. La primera es la sentencia del Tribunal Supremo que obliga a la Administración a devolver a un fondo de pensiones canadiense las retenciones soportadas por los dividendos de sus inversiones en la Bolsa española. La clave de la resolución es el tratamiento discriminatorio que Hacienda ha dado a determinados fondos de pensiones por el hecho de no tener su sede en la Unión Europea, a pesar de operar con los mismos principios y las mismas estrategias que los fondos españoles o europeos. La sentencia va a salir cara, ciertamente, al Estado, ya que, previsiblemente, tendrá que atender otras demandas similares de fondos, que también han sido tratados de forma discriminatoria. Pero parece que, para los gobernantes de nuestro país, el hecho de que el inversor sea extranjero lo sitúa per se en una situación peor que al inversor nacional, lo que en un mundo global no tiene sentido alguno.
La segunda es más simple, y mucho menos relevante desde el punto de vista económico; pero ha tenido mayor relevancia en la opinión pública. Un conocido youtuber ha decidido trasladar su residencia a Andorra, seguramente para pagar menos impuestos y escapar, al menos parcialmente, de la voracidad del Fisco español. Numerosos compatriotas indignados han condenado sin paliativos tal cambio de residencia acusando a este peculiar contribuyente de egoísta e insolidario.
Efecto positivo
No importa que muchos de los que lo atacan estuvieran dispuestos a hacer lo mismo si tuvieran la menor oportunidad para ello. Piensan que, si ellos no pueden reducir sus impuestos, nadie debería poder hacerlo, aunque su peculiar actividad lo permita. Esta actitud puede parecer razonable, ya que lo que refleja es la voluntad de pasar a otros contribuyentes la mayor carga tributaria posible. Pero en este razonamiento se olvida con frecuencia una cuestión importante. Quien, respetando la ley, busca fórmulas para reducir el pago de sus impuestos, genera también un efecto positivo para el resto de los contribuyentes, ya que su conducta supone un límite al crecimiento de la presión fiscal que ellos mismos soportan. La competencia siempre favorece al consumidor. Y la competencia entre jurisdicciones fiscales es buena para el contribuyente, porque hace más difícil a las Administraciones tributarias elevar los impuestos. Las estrategias fiscales dirigidas a reducir la carga tributaria dentro del marco legal responden a principios muy básicos de racionalidad. Pero la Administración nunca se pregunta qué ha hecho mal y por qué la gente intenta huir de sus controles, sino que prefiere condenar y perseguir conductas que, en buena medida, han sido inducidas por una presión fiscal demasiado elevada.
La decisión de abandonar una jurisdicción fiscal en la que los impuestos son muy altos no es una cuestión nueva, ciertamente. Hace ya casi dos siglos y medio, Adam Smith afirmó que los propietarios de capital –léase, hoy, físico y humano– son ciudadanos del mundo y están dispuestos a abandonar los países en los que sean sometidos a una inquisición vejatoria para ser gravados con una carga pesada. Y criticó a los recaudadores que, para hacer pagar más impuestos a los ricos, exponían a los contribuyentes a “innecesarias molestias, vejaciones y opresiones”, de las que, muy razonablemente, la gente intentaba escapar. Sucedía en el siglo XVIII y ocurre también en el siglo XXI. Se ve que no aprendemos.