Los individuos sobreviven a pesar del Estado, mientras que el Estado lo hace gracias a sus ciudadanos —o empresas—, reza la máxima liberal. Desde esta óptica, no puede sorprendernos que, bajo el consenso socialdemócrata dominante en Occidente, la hiperactividad regulatoria del legislador —o del Ejecutivo vía decreto— acote y grave la actividad económica, que en algunos países parece estar condenada a engordar lo suficiente como para que únicamente subsista el Erario al que nutre. En esta dinámica, parece haberle llegado la hora a dos bloques económicos que gozaban de cierta libertad. A saber, los agentes del mercado financiero y los gigantes tecnológicos internacionales.
Esa es la intención del Ejecutivo —hoy en funciones— de Pedro Sánchez, como señala el último informe de Civismo y Acción Liberal, El coste de los nuevos impuestos. Además, en el marco del discurso mayoritario, que se centra en la desigualdad, dejando de lado la pobreza que crea, pues es más fácil igualar en pobreza que en riqueza (véase Venezuela) y, por descontado, la libertad, se ha aprovechado para redoblar la presión fiscal sobre las grandes compañías. Así, se ha estructurado un tipo mínimo del Impuesto de Sociedades del 15% a través de la restricción de la deducción por dividendos y de la doble imposición, lo que sitúa a España a la cabeza de la Unión Europea en lo que a factura fiscal corporativa se refiere.
Pero que se les aprieten las tuercas a las empresas de mayor tamaño dejó hace tiempo de constituir una novedad en España —aunque no por ello tiene menos importancia. Lo que resulta verdaderamente novedoso es la aparición de un nuevo impuesto de transacciones financieras (la llamada tasa Tobin), y la famosa tasa Google; esto es, el impuesto sobre determinados servicios digitales.
Pues bien, como señalan los autores del citado informe, Javier Santacruz y Álvaro Martín, “no se han calibrado correctamente los efectos de primera y segunda ronda que esto pueda tener sobre la estructura productiva, la inversión y los flujos de capital”. La tasa Tobin perjudica especialmente al pequeño inversor, debido al aumento del coste de operación y porque eleva la exigencia de rentabilidad por parte de los inversores hacia las entidades financieras que inviertan en activos españoles. A ello hay que sumar las consecuencias indirectas, o efecto dominó, sobre la inflación o el empleo.
Sin embargo, en el ámbito digital, el Ejecutivo yerra aún más gravemente. La aplicación de la nueva figura fiscal implicaría la reducción en dos puntos porcentuales del margen bruto sobre importe neto de la cifra de negocios de estas compañías, lo que se traduciría, según el informe, en 178 millones de euros anuales menos, con un sobrecoste importante sobre el usuario, y una pérdida neta total del PIB español de 302 millones de euros en el primer año de implementación del impuesto. No obstante, más allá de las perniciosas repercusiones de esta medida, lo que revela la tasa Google, además del pobre criterio económico, es la falta de coherencia en el presente contexto internacional.
Resulta evidente a estas alturas que el modo de lidiar con el sector digital supone un auténtico dilema, tanto para los gobiernos como para los individuos, pues pone en jaque la omnipotencia que antaño ostentaban los primeros, a la vez que constituye una amenaza para la seguridad y privacidad de los segundos. Por naturaleza, como señaló John Perry Barlow en su Declaración de Independencia del Ciberespacio (1996), “internet es una tecnología construida sobre principios libertarios: sin censura, descentralizada y sin fronteras”. Estados Unidos se trata del país que, hasta la fecha, se acerca más al modelo tecno-libertario —si bien está aumentando la tendencia regulatoria. En las antípodas se halla China, máximo exponente del tecno-autoritarismo.
Entre ambos extremos, la Unión Europea inició en 2018 la denominada Tercera Vía, como señaló el presidente Macron en noviembre del año pasado. Sin embargo, esta alternativa entre el gigante asiático y Silicon Valley implica un proteccionismo reaccionario y también convertirse en un ejemplo a seguir por quienes pretendan acometer la regulación del sector digital en el futuro. En el peor de los sentidos.
Por un lado, la de la Unión Europa es una reacción defensiva, porque se arriesga (y lo teme) a quedarse atrás. Una vez se ha hecho patente que no podemos competir al más alto nivel en el campo de batalla digital, nos estamos limitando a proteger lo que tenemos. Así puede deducirse a la luz de la férrea regulación que se ha impuesto a aquellos sectores que podrían verse afectados por el mundo digital, por ejemplo, la sanidad o el transporte. En definitiva, la Unión Europea quiere más regulación, específica del sector digital, para proteger la regulación ya existente. Un despropósito.
Además, este afán regulatorio puede devenir en una profecía autocumplida, dado que el hecho de que pensemos que no somos capaces de competir nos lleva a rehuir toda competición, lo que acaba motivando finalmente que los europeos seamos poco competitivos.
Pero, además, esta tercera vía pretende servir de ejemplo, bajo la máxima de que “quien regule antes, gana”. Sin embargo, esto presenta dos grandes inconvenientes. En primer lugar, no está claro que la lenta regulación europea sea capaz de ir a la par que los rápidos avances tecnológicos de nuestro tiempo. Y, en segundo, ¿quién sigue a quién? Estados Unidos no tiene por qué imitar a la Unión Europea, y a China poco puede importarle lo que haga el Viejo Continente en este ámbito. En conclusión, la Unión Europea está dando ejemplo, sí. Pero mucho me temo que uno equivocado.
Por último, como colofón a una larga retahíla de errores estratégicos, el PSOE de Sánchez, tan visceralmente contrario a todo tipo de competición o descentralización a nivel económico-regulatorio —véase su frontal oposición a la revolución fiscal del PP de Casado y Ayuso—, parece determinado a erigirse en un adelantado a su tiempo. Un visionario que desarrolle a la española una legislación que ha sido propuesta a nivel europeo, y hacerlo antes de que Bruselas alcance un consenso y apruebe el texto legal correspondiente. De nuevo, un mal ejemplo… Al menos para la propiedad privada, la prosperidad económica y la libertad individual.