En estos momentos iniciales de la nueva campaña electoral, surgen promesas de todo tipo para conseguir el voto de los indecisos, que, por lo que parece, no son pocos a fecha de hoy. En este sentido, el Partido Popular se ha comprometido a bajar los impuestos –el IRPF, en concreto– si gana las elecciones y consigue formar gobierno. Dado que otros partidos han planteado fuertes subidas de impuestos –es el caso de Podemos– o el mantenimiento de la presión fiscal, con incrementos puntuales en tributos como los que gravan el patrimonio o las sucesiones en las comunidades autónomas que los han reducido de forma sustancial –lo ha propuesto Ciudadanos– no es sorprendente que hayan surgido críticas a la propuesta del PP. Y tales críticas tienen, además, un punto de apoyo relevante: el Partido Popular hizo una promesa similar antes de las elecciones generales del año 2011 y luego la incumplió, al elevar de forma notable los mismos impuestos que había prometido bajar.
No es éste, sin embargo, el punto relevante ahora. No me preocupa tanto lo que se dijo y lo que se hizo en el pasado como lo que puede –o debería– hacer el gobierno que salga de las próximas elecciones. En pocas palabras, la cuestión es: ¿tiene sentido reducir hoy los impuestos en un país como España, que se enfrenta a un déficit público muy elevado, que el Gobierno no consigue controlar, y a una deuda pública que ha alcanzado ya el 100% del PIB?
Cabe argumentar en contra de esta política que, aunque pagar menos impuestos tenga muchas ventajas, no deberíamos plantearnos siquiera esta posibilidad mientras no hayamos saneado las cuentas públicas.
Es verdad que menos impuestos significan mayor actividad econó- mica; y que esto implica una mayor recaudación y, por tanto, menos dé- ficit público. Pero la pobre experiencia que hemos tenido recientemente en la reducción del déficit, a pesar de haber conseguido una tasa de crecimiento del PIB bastante elevada, nos indica que no se puede confiar en solucionar el problema del déficit –al menos, a corto plazo– sólo con un mayor nivel de actividad inducido por unos impuestos más bajos.
Creo, sin embargo, que esta forma de plantear la cuestión no es la más adecuada. La razón es que no tiene sentido discutir sobre el déficit y los ingresos públicos sin prestar atención al gasto. Y, de hecho, una parte sustancial del problema de nuestro déficit viene por el lado del gasto. En efecto, aunque pocos políticos estén dispuestos a reconocerlo, el sector público español ha mostrado muy poca capacidad para reducir su gasto. Es decir, la historia de la austeridad, que se repite una y otra vez, como si de un dogma de fe se tratara, simplemente no es cierta. No se trata sólo de que tenga poco sentido llamar “austero” a un sector público que en 2015 gastó 50.000 millones de euros más de los que ingresó. Resulta, además, que en los años de la crisis el gasto público español se redujo muy poco en términos absolutos; e incluso su participación en el PIB aumentó, pues la caída de éste fue mayor que la del gasto. Por tanto, si queremos solucionar nuestras dificultades financieras, la reducción de impuestos debería ir acompañada de la disminución del gasto público, al menos hasta que saneemos las cuentas.
Tentación irresistible
El problema es, naturalmente, cómo conseguir este objetivo. Y no es fácil, ciertamente. Lo que la experiencia nos enseña es que, aunque la manera ortodoxa de diseñar un presupuesto sea determinar, primero, cuáles son los objetivos del sector público y ver, luego, qué ingresos son necesarios y comprobar qué costes tendría para la economía recaudar dicha cantidad, las cosas no son siempre así. Basta con fijarse en lo que sucedió en los años anteriores a la crisis de 2007, en los que el gasto público creció en nuestro país de forma muy acusada. ¿Por qué sucedió esto? No se trataba de que las necesidades del sector público hubieran aumentado de un día para otro. Lo que ocurrió fue más bien que la buena marcha de la economía elevó de forma sustancial los ingresos de las Administraciones Públicas a todos los niveles; y hay pocos gobiernos, parlamentos o ayuntamientos –en España y fuera de España– que sean capaces de no gastar más cuando tienen la cartera llena. Si hay dinero en caja, siempre encontrarán algo en lo que emplearlo; en unos casos, el nuevo gasto tendrá sentido, pero en otros, no. La tentación de comprar votos con más subvenciones o nuevos servicios públicos es demasiado fuerte como para que los políticos puedan resistirla.
Me temo que, guste o no, en un debate de esta naturaleza hay que partir de un hecho: por lo general, un gobierno sólo reduce sus gastos cuando no le queda más remedio… y cuando la Unión Europea le mira las cuentas y le pega en la mano si quiere meterla en la bolsa con más entusiasmo del deseable. Por ello, a la pregunta “¿es posible o conveniente bajar impuestos en la situación en que actualmente nos encontramos?” deberíamos contestar que sí, claramente. Entre otras cosas porque, por las razones antes apuntadas, no hay mejor manera de reducir el gasto público que controlando los ingresos del Estado.