La intención gubernamental de elevar el tipo marginal del IRPF para las rentas superiores a los 150.000 euros/año y justificar esa decisión porque “los ricos no pagan impuestos” constituye una extraordinaria falacia cuya conversión en una verdad popular es fácil de lograr en una sociedad con altos niveles de envidia, disfrazados de igualitarismo. El ganar dinero suministrando a los demás los bienes y servicios que ellos desean y valoran, contribuir a generar riqueza y recompensar el talento y el esfuerzo no solo no se consideran valores positivos, sino que se castigan en nombre de altos y vacíos ideales como la justicia social o la solidaridad. Esta enfermedad mental, por desgracia ampliamente extendida entre los españoles, se ha convertido en un pretexto perfecto para perseguir la excelencia, la movilidad social y la energía creadora de los individuos.
En un acto de generosidad suprema, el Gobierno ha sacado del capítulo de los ricos a quienes antes veían gravada su renta con un tipo marginal del 45%, las personas con ingresos a partir de los 60.000 euros/año. A este “privilegiado colectivo” se les mantiene ese tipo impositivo; por cierto, muy superior al existente en la media de la OCDE y de la UE para ese volumen de renta. Pero este se elevará al 51%-52% para las remuneraciones salariales superiores a los 150.000/euros año. Ambos segmentos de renta obtienen más del 50% de sus emolumentos por rentas del trabajo y suministran a la Hacienda pública el 22% de sus ingresos por IRPF. No está nada mal…
¿Qué pasa con quienes obtienen rentas a partir de 150.000 euros/año? De acuerdo con los últimos datos, siempre retrasados, de la Agencia Tributaria, estos suponen el 0,7% de los 12,7 millones de contribuyentes y aportan el 15% de la recaudación total procedente de ese tributo. La tesis oficial según la cual el tipo marginal está en una media del 37% para ese tipo de rentas es una media verdad. La imposición real sobre el trabajo, la cuña fiscal, que es la suma de lo aportado al IRPF más las cotizaciones sociales, se sitúa en el promedio de las autonomías en el 48,2%; en Navarra en el 53,1% y en Euskadi en el 50,45%, de acuerdo con los datos de la Fundación Civismo. No parece resultar un esfuerzo fiscal insuficiente, ni mucho menos avala la demagógica leyenda: “los ricos no pagan impuestos”.
Si en un arrebatado ejercicio de justicia redistributiva-expropiadora, términos incompatibles, quitásemos toda su renta a quienes ganan más de 150.000 euros/año y la distribuyésemos entre todos los contribuyentes, estos recibirían una sola vez 1.081 euros, porque no parece que los confiscados siguiesen dispuestos a realizar trabajos forzados para el Estado; en consecuencia, su aportación dineraria a la Hacienda desaparecería si se les aplica un tipo marginal del 52% y los recursos obtenidos se redistribuyen entre el resto de los contribuyentes, estos recibirían la extraordinaria cantidad de 570 euros más al año. Sin duda, el impacto recaudatorio y redistributivo de cualquiera de esas dos iniciativas es “espectacular” por recurrir a un calificativo, en este supuesto, de humor negro.
En todo caso, el aumento de la fiscalidad del IRPF planteado por el Gobierno ignora el impacto sobre las expectativas de los vampirizados. La gente responde a incentivos y, por tanto, modifica su comportamiento a la vista de los impuestos que padece. El incremento de los tipos marginales reduce la renta disponible después de impuestos. Esto produce dos efectos. En primer lugar, las tecnologías digitales y la globalización han creado un mercado mundial en el que las personas con un elevado capital humano son capaces de vender su talento a escala internacional. Esto significa que una fiscalidad expropiatoria sobre el capital humano cualificado incentivará la localización de este en territorios con una tributación más baja. En segundo lugar, quienes no tengan esa opción o no deseen ejercerla reducirán su esfuerzo laboral para pagar menos impuestos. El resultado combinado de esas reacciones es un descenso de la recaudación tributaria.
Las rentas de los definidos como ricos por decisión discrecional del Gobierno responden a las leyes de la oferta y de la demanda. Las compañías demandan cada vez un capital humano con mayor cualificación. Si este es escaso, su remuneración tiende inexorablemente a crecer y a aumentar su diferencial sobre la oferta más abundante de trabajo menos cualificada. Esta, guste o no, es la realidad española. En un mercado laboral competitivo e incluso aquejado de imperfecciones, las remuneraciones reflejan el valor de la productividad marginal del trabajo. Esto es inapelable tanto desde una óptica teórica como empírica. Salvo los buscadores de rentas, cuyos ingresos dependen de los favores estatales, quienes obtienen aquellos en el mercado libre lo hacen porque son buenos y valiosos profesionales, cuyos méritos son reconocidos por la decisión libre de quienes compran sus productos o sus servicios.
La iniciativa del Gobierno de Pedro Sánchez en el ámbito de la fiscalidad sobre la renta no es nueva. Ya la propuso en el verano de 2011 su antecesor en la Secretaria General del PSOE, el señor Pérez Rubalcaba. Esta idea es tan mala hoy como lo fue ayer y como lo será mañana. La pretensión de someter a la esclavitud fiscal a quienes se han preocupado de formarse y de aportar a la sociedad su esfuerzo y su talento es inaceptable desde un punto de vista moral y lamentable desde una óptica económica. La política fiscal española promueve la huelga de brazos caídos o la emigración del capital humano más valioso, y esto es suicida para cualquier país.
La demagogia tributaria es uno de los casos definidos por Aristóteles como degeneración de la democracia. Ya hablaremos otro día del resto de la fiesta impositiva que prepara el Gabinete del PSOE.