Tras la publicación del acuerdo al que el Gobierno llegó con su principal apoyo parlamentario el jueves pasado, la presentación del Cuadro Macroeconómico del Gobierno, lejos de aclarar algunas de las dudas suscitadas la semana pasada, ha arrojado aún más interrogantes sobre la marcha de las cuentas públicas en los próximos meses, especialmente en materia de ajuste presupuestario para cumplir con los objetivos de déficit (preocupa, y mucho, el déficit del 1,3 por ciento a cumplir en 2019) y la dificultad de sacar adelante unas cuentas como las presentadas en un entorno de extrema fragmentación e inestabilidad parlamentaria.
Los números presentados y remitidos a Bruselas están calculados desde una perspectiva notablemente optimista, la cual se corresponde con el discurso del Gobierno de mantener las tasas actuales de crecimiento económico (se prevé una décima menos, hasta el 2,6 por ciento para 2018 y del 2,3 por ciento para 2019) vía gasto público de carácter estructural, contrarrestando el descenso de la aportación al crecimiento de la inversión y del saldo de operaciones corrientes. En este sentido, el Gobierno manda el mensaje a la Comisión Europea de que empleará los recursos públicos necesarios para frenar la fase de desaceleración del ciclo económico, lo cual no es precisamente una buena noticia dado que a ningún Gobierno sensato se le ocurre “frenar” una fase del ciclo sino que debe preparar sus cuentas para afrontar futuras crisis (lo importante es fortalecer el PIB potencial), lo cual supone una necesidad urgente de alcanzar el equilibrio presupuestario, no solo cíclico sino también estructural.
Uno de los puntos más necesarios es, sin duda, la estabilización del nivel de deuda Pública sobre PIB y su posterior reducción. De los dos factores clave para conseguirlo –generación de un superávit primario superior al 2 por ciento del PIB y una tasa de crecimiento nominal superior al coste de financiación– la variable donde puede actuar con bastante autonomía el Gobierno es, sin duda, sobre la generación de un superávit primario, y más habiendo llegado al nivel mínimo de ciclo en la partida de intereses de la deuda. Puesto que no se ha conseguido una reducción del nivel de deuda en el “pico” del ciclo, sería más necesario que nunca acometer ajustes importantes del gasto público para conseguir dicho superávit primario.
Sin embargo, es evidente que en el proyecto presupuestario presentado no hay este afán necesario de profundización en la estabilidad de las cuentas públicas, sino todo lo contrario: al Gobierno, después de no haber conseguido aprobar la relajación de los objetivos de déficit (0,5 puntos de PIB), no le queda más remedio que cumplir con resignación los objetivos originales consignados en los PGE de 2018. Puesto que el objetivo es el de elevar el gasto estructural –la suma de las medidas contempladas en el acuerdo con Podemos asciende a 5.730 millones de euros en un solo año, de los cuales el 95 por ciento acabará siendo gasto estructural– y dado que hay que cumplir el objetivo pactado con Bruselas, el Ejecutivo tiene que poner en marcha una serie de subidas fiscales ad hoc, entre las cuales se encuentran nuevas figuras impositivas sobre las que descansa casi la mitad de la recaudación adicional, estimada en 7.200 millones de euros.
Esto lleva a un evidente problema de credibilidad en los números presentados. Primero, porque es poco prudente fiar la financiación de un gasto real a un conjunto de impuestos nuevos sobre cuya implementación y resultados hay total y absoluta incertidumbre. Segundo, porque estimar la recaudación que pueda generar un nuevo impuesto no es más que un ejercicio de ciencia-ficción, que cuenta con una probabilidad muy elevada de desviación con respecto a la cifra estimada. Tercero, porque el Gobierno Sánchez sigue la estela del Gobierno Rajoy elaborando una previsión de ingresos basada en una elasticidad de los ingresos fiscales sobre el PIB totalmente irreal y alejada del valor promedio histórico de 1,06: incrementos del 1 por ciento del PIB nominal suponen incrementos de la recaudación fiscal del 1,06 por ciento, en el caso del IRPF aumenta hasta el 1,3 por ciento (ECB Working Paper 1989, January 2017). Y cuarto, porque impuestos como el digital a las transacciones financieras o la limitación de la deducibilidad de dividendos de filiales extranjeras en el impuesto de Sociedades tienen serias dudas de legalidad si no se implementan bajo el paraguas de una legislación comunitaria.
En suma, las cifras presentadas preocupan más que alivian, alimentando la inseguridad jurídica y el desconcierto, incluso de las propias autoridades comunitarias. Es un claro guiño a Bruselas presentar un ajuste estructural de 0,4 puntos de PIB, del cual no se sabe de dónde puede salir, pero que resulta del todo inaceptable en una economía que poseé el dudoso mérito de ser la que tiene el mayor déficit público, primario y estructural de toda la eurozona y que está poniendo en peligro un objetivo básico como es salir del Protocolo de Déficit Excesivo (PDE).