La propuesta planteada por la representante de Andalucía en la conferencia de presidentes de las Comunidades Autónomas españolas para armonizar los impuestos en los que las regiones tienen competencias para establecer tipos de gravamen no es nueva. A pesar de que el federalismo fiscal se ha considerado, desde sus orígenes, una defensa de los ciudadanos frente a los abusos del poder central, la posibilidad real de que las naciones o las regiones compitan con su sistema fiscal o sus normas de regulación no goza de aceptación general. Y esto se plantea tanto en el ámbito mundial como en el ámbito de un grupo de Estados con un alto nivel de integración –como la Unión Europea– o en el de un país con un nivel elevado de descentralización, como España.
Para quienes están en contra de este tipo de competencia, su principal efecto negativo es la tendencia a nivelación a la baja tanto en los ingresos públicos como en los niveles de regulación en diversos sectores. Por ejemplo, se afirma que la no coordinación de tipos impositivos –en un marco de libre movilidad de factores de producción– reduce la capacidad de las Administraciones Públicas para obtener ingresos que son necesarios para garantizar la oferta de los bienes públicos y preferentes cuya provisión la sociedad encomienda al Estado. La conclusión sería que esta “carrera hacia el fondo” reduciría el papel del sector público a niveles inferiores al óptimo y sería perjudicial para el bienestar de la gente. El argumento, sin embargo, no es aceptable por una razón fácil de entender. Cuando se afirma tal cosa, se parte de la idea de que mayor gasto público supone mayor bienestar social. Y esto, simplemente, no es cierto. En especial, cuando el nivel de gasto público ha superado un determinado nivel y su rentabilidad social es baja; como ocurre, en muchos casos, en España.
Lo que hay detrás de estas propuestas no es sólo la armonización –que podría realizarse al alza o a la baja de los tipos impositivos–, sino, claramente, una propuesta de que las regiones de impuestos más reducidos los suban. George Stigler, el gran especialista en teoría de la organización industrial, definía una situación de “colusión perfecta” como aquella en la que ningún comprador cambia voluntariamente de proveedor. Si se aplica esta idea a la política fiscal, cabe definir la “colusión perfecta entre administraciones” como aquella situación en la que ningún contribuyente tiene incentivos para cambiar su residencia por razones fiscales. No cabe duda de que esto daría mayor poder a los gobiernos regionales para subir los impuestos. Pero es muy dudoso que supusiera ventajas para los contribuyentes. La teoría económica nos enseña también que los oligopolios son organizaciones inestables, en los que la ruptura de los acuerdos por parte de quienes los forman es siempre posible. Lo que desde la propuesta andaluza se plantea es garantizar la solidez del oligopolio de las comunidades autónomas de la única forma en la que esto se puede conseguir: mediante la imposición por el Gobierno central de unas reglas uniformes. La siguiente pregunta tiene que ser, entonces: ¿Para qué queremos la autonomía? Si en una cuestión tan básica como las finanzas públicas pedimos al Gobierno central que intervenga y la recorte, ¿no sería mejor ir directamente a un Estado centralizado? Seamos sensatos: si queremos que nuestras comunidades tengan realmente un ámbito importante de autogobierno –y yo estoy, sin duda, a favor de esta idea– no podemos destruir uno de los puntos fundamentales de su autonomía.
Libertad económica
Creo que es positivo que este debate haya salido a la luz en estos momentos, porque tiene mucha relevancia a la hora de valorar las políticas de nuestras comunidades autónomas. Los datos que, desde 2006, presentan las diversas ediciones del índice Libertad Económica en España muestran que Madrid aparece destacada como la comunidad con mayor grado de libertad económica y menores impuestos, mientras Andalucía repite una y otra vez como una región de alta regulación y elevados impuestos. Del hecho de que Madrid sea la comunidad autónoma con mayor PIB per cápita de España y de que Extremadura y Andalucía sean las regiones más pobres del país cabe extraer, al menos, dos conclusiones importantes. La primera es que la renta per cápita y la libertad económica están positivamente correlacionadas, resultado, por otra parte, confirmado por numerosos estudios internacionales. La segunda conclusión es que, a diferencia de lo que ocurre cuando se analizan de forma comparada las políticas económicas de los países europeos o de los estados estadounidenses, las comunidades autónomas con menor nivel de renta se resisten, aún en mayor grado que otras más ricas, a aplicar políticas liberales.
En otras palabras, no existen regiones en España como Estonia en Europa o Tennessee en Estados Unidos, que intenten superar su pobreza relativa ofreciendo mayores oportunidades a la actividad empresarial y atrayendo inversiones. Y esto debería hacer reflexionar a quienes dirigen la política económica de Andalucía y otras comunidades autónomas que se sitúan en la zona más baja de la renta per cápita regional. La experiencia ha demostrado, de forma repetida, que los subsidios y las ayudas públicas no fomentan el desarrollo económico, que sólo se puede conseguir con una mayor actividad del sector privado y una menor regulación estatal. Dicho de otro modo, Andalucía y Extremadura no son las regiones más pobres de España porque sus gobiernos no tengan dinero para aumentar todavía más el gasto público. Lo son porque sus regulaciones e impuestos ahogan la actividad económica.