Que la inflación favorece a la administración tributaria y perjudica al contribuyente es algo bien sabido desde hace ya un siglo por los economistas. Si consideramos, además, que la economía española va recuperando –aunque sea de forma pausada– el nivel del PIB que existía en 2019, no es sorprendente que la recaudación aumente. En esta situación lo razonable sería una reducción significativa del déficit público, uno de los grandes problemas de nuestra economía desde hace muchos años. Pero, por desgracia, lo que los datos muestran es una corrección muy insuficiente del déficit, que de acuerdo con los diversos organismos e instituciones que hacen análisis de coyuntura, oscilará, en 2022, entre el 4,6% y el 5,3% del PIB. Se va a producir, sin duda, una caída de la tasa de déficit sobre PIB, que en 2021 fue nada menos que el 6,87%; pero un déficit cercano al 5% sigue siendo una muy mala noticia, especialmente para un país cuya tasa de crecimiento del PIB se estima para 2022 entre el 3,9% y el 4,5%. Y que, como hemos dicho, ha subido los impuestos a los contribuyentes vía inflación. El déficit público no es, desde luego, un problema nuevo en España. La última vez que las cuentas públicas se cerraron en nuestro país con superávit fue en 2007. Y en los quince años transcurridos desde entonces han experimentado déficits sin excepción. Las cifras han variado mucho, ciertamente. Ha habido años de déficits realmente espectaculares, ligados a la evolución de la coyuntura, como los de los años 2009, 2012 y 2020, que superaron el 10% del PIB. Pero el problema no es solo coyuntural. Si la cifra, por ejemplo, del 10,13 % de déficit de 2020 encuentra explicación en la crisis generada por la pandemia del Covid-19 y en una gestión poco afortunada de la crisis, los datos de los años inmediatamente anteriores reflejan una política económica equivocada sostenida a lo largo del tiempo. Por ejemplo, en 2019, con una tasa de crecimiento del PIB aceptable (el 2,1%) el déficit público superó ligeramente la cifra del 3%. Si consideramos que países como Alemania o Países Bajos cerraron ese año sus cuentas públicas con superávits del 1,5% y el 1,7% del PIB y tuvieron tasas de crecimiento menores que la española (1,1% y 2% respectivamente) es fácil concluir que nuestro problema con el déficit no se debe meramente a la evolución de la coyuntura y que nos enfrentamos a un problema de mucho mayor calado. La disyuntiva cuando se discuten fórmulas para reducir el déficit público las opciones son, necesariamente, aumentar los impuestos o reducir el gasto público. Quienes han defendido la primera estrategia suelen argumentar que España no tiene un problema de gasto público y que éste debería crecer aún más para aproximarse a los países de mayor gasto de la Unión Europea. Pero me temo que los datos no confirman precisamente esta teoría. Lo que se está haciendo ahora es precisamente eso, subir los impuestos; pero como el gasto público sigue creciendo más allá de lo razonable el resultado es que no es posible equilibrar las cuentas públicas. Y, si no cambia de forma significativa la política económica, me temo que será muy difícil conseguirlo durante bastante tiempo. La teoría de la elección pública tiene argumentos para explicar la paradoja de que el aumento de la recaudación no genere con frecuencia una reducción del déficit público de cuantía similar. Esto ocurre porque los gobiernos saben que, para incrementar la probabilidad de mantenerse en el poder, les conviene mantener un gasto público elevado, con el que pueden inclinar a su favor a amplios grupos de votantes. No parece, en cambio, que equilibrar las finanzas públicas despierte especial entusiasmo entre un porcentaje muy elevado de los votantes. Por tanto, para maximizadores a corto plazo como son los gobiernos, puede tener sentido mantener de forma sostenida niveles altos de déficit público. Y esto es lo que ha sucedido en España en los últimos quince años. A ello ha colaborado una interpretación falsa del límite del 3% del PIB fijado por las reglas europeas de estabilidad financiera. Lo que en su día plantearon el Tratado de Maastricht y el Pacto de Estabilidad y Crecimiento era que, en el medio plazo, los países deberían equilibrar sus finanzas públicas y que, cuando en años concretos no fuera posible hacerlo, los déficits no deberían superar el 3% del PIB. Pero algunos países entendieron, al parecer, que se podía llegar al límite de dicho déficit incluso en las fases de expansión del ciclo. Y el resultado ha sido, lógicamente, déficits repetidos año tras año. Un problema difícil, para cuya solución no basta con que la coyuntura mejore y el país crezca. Habría que cambiar una forma muy perniciosa –pero tal vez útil como estrategia electoral– de entender la política económica por parte de algunos gobiernos. Y esto, me temo, puede resultar bastante difícil.
Crece la recaudación… pero el déficit sigue muy alto
22 de diciembre de 2022
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