Uno de los debates económicos más controvertidos entre, para simplificar, la izquierda y el centroderecha es la fiscalidad empresarial, en concreto, la relativa al impuesto de sociedades. Para las formaciones izquierdistas, el aumento de la imposición sobre los beneficios empresariales supone una justa medida redistributiva del capital hacia los ciudadanos con rentas medias y bajas; para los partidos ubicados a su derecha, esa iniciativa es lesiva para la inversión, para la competitividad de las compañías y, por tanto, para el empleo. Sin embargo, una verdadera, antiintuitiva e ignorada razón para reducir la tributación que recae sobre las sociedades es su positivo impacto a largo plazo sobre el nivel de vida de los trabajadores.
Esa afirmación no tiene nada que ver con la clásica defensa de la disminución de los gravámenes del impuesto de sociedades (IS) planteada por la vulgata lafferiana; esto es, esa iniciativa se autofinanciaría en su totalidad, o de manera parcial, por su benéfico influjo sobre el crecimiento de la economía y, por tanto, sobre la recaudación. El argumento en favor de recortar la tributación corporativa tiene un alcance económico y social mucho mayor, que se tiende a olvidar: las compañías no pagan impuestos. Son simples recaudadoras de ellos. Quienes hacen frente a los costes reales de ese tributo son los individuos relacionados de manera directa o indirecta con su actividad.
Si una persona posee acciones, trabaja en la empresa o compra bienes y servicios producidos por ella, está siendo gravado de modo directo o indirecto por el impuesto de sociedades. Ello se traduce por definición en una menor tasa de retorno del capital, en salarios más bajos y en precios más elevados y, casi siempre, en una combinación de los tres. No son los capitalistas ni los gestores de las grandes corporaciones sobre quienes recae el peso principal de la fiscalidad, sino sobre los millones de pequeños y medianos inversores, de trabajadores y de consumidores. Esto convierte al IS en un tributo de facto regresivo contra lo sostenido por la sabiduría convencional.
Una disminución de los tipos impositivos del IS puede traducirse inicialmente en un incremento de los beneficios y del precio de las acciones, pero ahí no termina la historia, porque ese doble movimiento alcista tiende a generar una mayor inversión, lo que induce un aumento de la productividad y, en consecuencia, mayores salarios para los trabajadores y precios más bajos para los consumidores. Esta virtuosa dinámica no es el resultado del pensamiento mágico o del voluntarismo, sino el reflejo de un principio económico elemental: la fiscalidad no recae solo sobre quien determina el Gobierno. Sus efectos son expansivos. Por añadidura, las consecuencias negativas sobre el bienestar del ciudadano medio se agudizan en un entorno de libre circulación de capitales a escala global. El ahorro se mueve por el mundo en busca de lograr la mejor combinación posible del binomio riesgo-rentabilidad. En el supuesto de que el IS sea demasiado elevado en términos comparados, caso de España, los propietarios del capital tenderán a desplazarse hacia lugares con una fiscalidad menos onerosa. Cuando esto ocurre, la fuerza laboral con menor movilidad del país exportador de ahorro verá reducidos sus ingresos mientras los del que le importa subirán. Esto es así por la alta elasticidad existente entre el capital y los tipos impositivos que le gravan.
En un reciente informe, los economistas Wiji Arulampalam, Michael P. Devereux y Giorgia Maffini examinan los datos de más de 55.000 empresas en Bélgica, Finlandia, Francia, Alemania, Holanda, Italia, Suecia, Reino Unido y España durante el período 1996-2003 y concluyen que una porción sustancial de la fiscalidad sobre las sociedades es traspasada a la fuerza laboral en forma de menores salarios. Además añaden que, en el largo plazo, el 75% de los incrementos exógenos del IS se convierten en unas rentas salariales reales menores (The Direct Incidence of Corporate Tax on Wages, Oxford University Centre for Business Taxation, 2017).
La literatura y la evidencia empírica disponible avalan la existencia de una clara y robusta correlación entre la existencia de IS altos y/o la elevación de sus tipos sobre los ingresos de los trabajadores. Esto resulta de especial relevancia en aquellos estados con una fiscalidad societaria superior a la de sus socios/competidores y con unos salarios bajos en términos comparados. Esta es la situación de España. Por eso resulta irónico que quienes se quejan y lamentan de ese hecho sean a la vez los principales paladines del alza del IS.
Sin duda, un recorte de los gravámenes del IS puede generar si se adopta sin medidas complementarias un aumento del déficit de las Administraciones públicas. Sin embargo, parte de esa pérdida de recaudación cabe ser financiada a través de otras vías. En concreto es posible subir el IVA, aligerar partidas de gasto y, desde luego, eliminar todas las deducciones que aun existen en el IS y distorsionan una correcta y eficiente asignación de los recursos, en concreto, del capital de las compañías. Por último, aunque no se autofinancien, el crecimiento económico derivado de esta medida también realizará su aportación a los ingresos tributarios.
En conclusión, la rebaja de los tipos del IS es una iniciativa fundamental para conseguir una subida sólida de los salarios en el horizonte del largo plazo. Sus principales beneficiarios son, pues, los trabajadores por cuenta ajena, en especial, aquellos con ingresos medios o inferiores a la media. Reducir la fiscalidad societaria es una de las políticas sociales esenciales que es necesario abordar en la próxima legislatura. Esto significa que emprender el camino puesto en nombre de una quimérica justicia redistributiva sólo tendrá consecuencias opuestas a las esperadas.