El dato lo pudieron leer ustedes en este periódico a principio de semana: cada trabajador español dedica 27 años de su vida a pagar impuestos, 18 de ellos durante su etapa laboral y otros nueve en el periodo que irían desde la jubilación a los 83 años de esperanza de vida. Las cifras han sido obtenidas por un grupo de investigación tomando como referencia las estadísticas de la OCDE, organización nada sospechosa de querer dinamitar el sistema y que coloca a nuestro país por encima de la media de sus miembros a la hora de pagar impuestos. Contribuir al esfuerzo para tener una sociedad organizada y justa es quizás la forma más noble de ejercer la ciudadanía y nadie la pone en cuestión. El problema en España, donde el asunto protagoniza estos días la aburrida campaña para las elecciones del 26 de junio, no es tanto la cuantía de los impuestos que se pagan sino quiénes los pagan y quiénes no, y para qué se utilizan.
Sobre la primera cuestión –quién paga– no hay que ser inspector de Hacienda ni reputado economista para concluir, con conocimiento de causa, que aquí el que no está sujeto a una nómina, y por lo tanto controlado hasta el último euro, si puede se escapa. Desde el fontanero que arregla un desagüe en su casa y que le pregunta eso de con IVA o sin IVA hasta el rico riquísimo que se inventa una sicav y coloca el dinero en Suiza o Panamá, pasando por el dentista que si puede le escamotea la factura. El fraude fiscal es algo, como la tortilla de patatas, sin lo que sería muy difícil entender España.
La otra cuestión –para qué se paga– también se las trae. Tenemos una estructura de gasto público desmesurada e ineficiente. En las últimas tres décadas España ha creado una superestructura administrativa que consume cantidades ingentes de recursos en su propio mantenimiento. El modelo autonómico ha dado lugar a ese fenómeno, caracterizado por que muchas cosas se han hecho desde la irracionalidad. Los ejemplos podrían llenar enciclopedias enteras. Pero por traer sólo algunos palmarios se podían citar las televisiones autonómicas, auténticos agujeros negros del dinero pú- blico convertidos en máquinas de propaganda política, o el empecinamiento de los gobiernos regionales en reproducir en pequeñito, aunque no en barato, las estructuras del Estado, con sus consejos consultivos, sus defensores del pueblo, sus parlamentos mastodónticos… y así hasta el infinito. Mientras, los que deberían ser objetivos casi únicos del gasto público –la asistencia sanitaria, la atención a la dependencia o la calidad educativa– presentan carencias que se perpetúan año tras año.
El problema no es, pues, pasarse casi tres décadas de la vida trabajando para el Estado; es lo que se recibe a cambio.