Albergo la esperanza de que el referéndum sobre la permanencia del Reino Unido no acabe en un mal arreglo o un mal divorcio. Cualquiera que sea el resultado, puede tener consecuencias negativas para todos los europeos, incluidos los habitantes de aquellas islas. En mi opinión, las elites de Bruselas, que trabajan apasionadamente por la construcción de unos Estados Unidos de Europa, con su moneda única, sus impuestos federales, sus transferencias sociales, su administración centralizada, son en gran parte responsables de la crisis por la que está pasando Europa, cuyo último síntoma es el Brexit.
Ellas cargan con una parte considerable de la responsabilidad por el desafecto británico. No se han dado cuenta de que forzando al Reino Unido a encajar en su esquema centralista han puesto en peligro la totalidad del proyecto europeo. Quienes por contraste concebimos la Unión como un espacio de libertad personal y concurrencia económica, abierto al mundo entero gracias a la globalización, vemos con asombro la contumacia en el error de los federalistas. Básteme citar las últimas muestras del despotismo ilustrado bruselense: la precipitada creación de una moneda única europea, la reencarnación subrepticia de la fallida Constitución de Giscard d’Estaign en el Tratado de Lisboa, y el mal trato que el Continente ha dado al primer ministro Cameron en su intento de enderezar algunas de las cuestiones que empujan a muchos británicos a querer abandonar la UE.
La dogmática postura de los continentales viene reflejada en una frase que le he oído a mi viejo amigo, el euroentusiasta Ramón Tamames: “Con la marcha de los británicos, las instituciones europeas funcionarán mejor”. Fuera del Reino Unido también hay partidarios del Brexit –o del trágala–. Las autoridades de la UE se han mostrado mezquinas con Cameron, quien ha puesto en juego su cargo de primer ministro para mantener a su país en la UE. Poco es lo que han dado para contentar a sus votantes. Su primer objetivo era el de invertir la tendencia a la continua cesión de soberanía por parte de los Estados-miembro de la UE, cuestión a la que el Reino Unido es especialmente sensible. Apenas ha obtenido una genérica declaración de que el Reino Unido ya no se verá forzado a una creciente integración política. Esta declaración formal apenas si ha venido acompañada de la promesa de un cambio en los Tratados de la Unión, por el que se reforzaría el papel de los Parlamentos nacionales frente a Bruselas: si más de la mitad de los Parlamentos enviasen un razonado informe contra un acto legislativo de la Unión dentro de los doce meses de su aprobación, la Comunidad se comprometería a incluir la cuestión en el orden del día del Consejo Europeo subsiguiente.
La inquietud de la City
En la City preocupa especialmente la imposición del euro como moneda de toda Europa, incluidos los países que aún mantienen su moneda nacional. El hecho incontrovertible, como algunos dijimos en su día, es que el euro ha resultado ser un sonoro fracaso. El Reino Unido, por suerte para todos, consiguió quedarse fuera de la Unión Monetaria. ¿Se imaginan lo que habría ocurrido durante la crisis de 2007/2008 si la libra hubiera estado ligada al euro con un tipo de cambio fijo? No sólo habría mordido el polvo Londres sino también Frankfurt. Lejos de aceptar la realidad de que la moneda única exige unas condiciones de flexibilidad laboral y de equilibrio presupuestario que han resultado inalcanzables, los eurofanáticos insisten en aislar la esterlina para que el centro financiero de la UE pase de Londres a Frankfurt. Aquí Cameron no ha conseguido absolutamente nada.
Acabo de pasar dos semanas en Inglaterra para preparar el curso de dos meses que doy todos los veranos en la Universidad de Buckingham. Me han llamado la atención las pasiones levantadas por el referendo. En el debate se están usando los mejores y los peores argumentos. La cerrazón de los demás Estados-miembro ha reavivado el aspecto más egoísta del Brexit, que es el rechazo frontal de la inmigración en gran parte del Reino Unido. Londres no es así: acaba de elegir un alcalde musulmán de descendencia paquistaní. Pero en democracia a veces mandan los prejuicios. Asombra lo difundido de la creencia entre los isleños de que la inmigración hace daño a la economía y al país en general. De hecho, es demostrable que la contribución neta de los inmigrantes es positiva. Los populistas arguyen que la inmigración aumenta la carga sobre el sistema educativo y el servicio de salud. No ven que ello se debe, no a la mayor cantidad de trabajadores venidos de fuera, sino a que el Estado de Bienestar necesita total transformación porque es insostenible en su forma actual.
Cameron tenía que contentar en algo a los nacionalistas y populistas de su Hinterland. Al final sólo pedía que el Reino Unido quedara libre de pagar beneficios familiares a los hijos de los inmigrantes comunitarios que vivieran en el país de origen; o al menos que ese beneficio se acomodara al IPC de ese país y no del Reino Unido: se le ha consentido un mero aplazamiento de cuatro años. Presentó también otras peticiones menos discutibles que ésta, como la de “repatriar” las leyes laborales o la política agraria, quiere decirse, pasar a regir esas áreas por leyes británicas, más amigas del empleo o menos dispendiosas. Nada.
El sueño administrativo
La Unión Europea necesita un choque que la despierte del sueño de la utopía administrativista. El Brexit podría dar la sorpresa. Tras la separación, el mercado financiero europeo podría seguir ubicado en Londres. El Reino Unido sólo tendría que enfrentarse con un arancel medio del 2,5% para acceder al mercado único europeo. Le sería más fácil firmar tratados de libre comercio con países del mundo entero que con los lentos procedimientos de la Unión. La productividad se beneficiaría de flexibilidad de leyes laborales británicas.
El capital extranjero seguiría entrando con facilidad en el mercado británico, como lo han hecho Iberdrola, el Banco Santander o Ferrovial sin los obstáculos del mercado francés o italiano. Los tribunales británicos seguirían reinando en el mundo mercantil y naviero. Los federalistas del Continente, que confunden la libre competencia con la armonización a base de decisiones regulatorias, podrían llevarse una sorpresa.