Los empresarios están acostumbrados a trabajar en me-dio de imprevistos, incomprensiones, incertidumbres, miedos, burocracias o malas regulaciones; factores todos que, con alguna frecuencia, complican bastante su actividad. Pero, normalmente, eso ni los detiene ni los arredra, entre otras cosas porque están habituados a combinar valor y riesgo tanto en la esfera económica como en la personal. Asistimos, desde hace meses, al recrudecimiento de una atmósfera antiempresarial debida más a ciertas coyunturas ideológicas y políticas que a razones de fondo en la siempre compleja relación sociedad-empresa. Estamos en me-dio de una furiosa competencia por ganar en la Champions del insulto y la denigración de los empresarios y la función empresarial. Ha habido un verdadero overbooking de participantes. Por supuesto, de contrarios, pero incluso de defensores (lo que suele ser más raro, nunca habían aparecido tan-tos). Este fenómeno de animadversión tampoco es tan nuevo. Más bien es el “eterno retorno de lo mismo”. Lo nunca visto está en que en esa crucifixión han participado muy activamente ministros, ministerios y hasta el mismísimo presidente del Gobierno, que ha variado de postura, en unos meses, pasando de la blanca e inmaculada amistad con algunos empresarios y directivos al negro zaíno de demonizarlos. Un festival Empresario: imprescindible bien social. El éxito del empresario no consiste sólo en el triunfo económico, sino en ser capaz de promover y consolidar valores transcendentes. Así, y con participación de tan altos responsables políticos, no es muy corriente (más bien insólito) en la Unión Europea ni en las democracias avanzadas. Por lo que se ve, volvemos al “España es diferente”. Viejo tópico Renace, una vez más, el viejo tópico del empresario depredador que explota, chupa la sangre y acaba con el bienestar de los ciudadanos. Aunque esta vez la canción la cantan los primeros tenores, acompañados de un no menos “ilustre” coro. Estereotipo de muy vieja raíz y que viene de concepciones que consideran a la riqueza como algo siempre innoble y de origen sospechoso. Hay que señalar, sin embargo, que la realidad es, más bien, la contraria: empresas y empresarios son la fuerza imprescindible para lograr sociedades más ricas, prósperas, desarrolladas y con bienestar creciente. Uno pensaba que ya no era necesario recordar este hecho –no una opinión ideológica– tan evidente. Pero a la vista de tanto corista, hay que recordarlo una vez más. Sorprende que gobernantes tan sumamente preocupados por la contaminación ambiental lo estén tan poco por la contaminación moral y emocional de la sociedad, inculcándole odios tan graves y contrarios a cualquier sensatez y prudencia. Están envenenando a la ciudadanía contra una corporación social –el empresariado– que es un pilar esencial de cualquier sistema democrático y cualquier sociedad libre. Como entiende cualquiera, ese movimiento se explica por urgencias demoscópicas-electorales. Pero deberían saber que, cuando se ataca a la libertad de empresa, se ataca a la democracia. Y no puede ser que, en una democracia del siglo XXI, personas con responsabilidades políticas máximas se dediquen a criminalizar la actividad empresarial. Porque con eso se está erosionando gravemente nuestro sistema democrático, ya bastante dañado. Aunque visto lo visto, es decir, lo que ha pasado con el tercer poder del Estado, esa criminalización es un movimiento más dentro de la misma “lógica” deslegitimadora. Sería muy conveniente volver a la cordura si posible fuera, que se duda. Por si acaso, hay que recordar lo obvio: la economía de mercado ha con-seguido, con todas sus limitaciones y defectos, que los tiene, lo que no logró ningún otro sistema económico anterior: proporcionar bienestar a millones de personas. Porque, desde la más lejana Antigüedad, el reto máximo de las sociedades fue conseguir bienestar y riqueza para una mayo-ría de la población. Gústele o disgústele a los ideólogos de turno, eso es lo que la economía de mercado ha lo-grado en gran parte. Nada de esa prosperidad se hubiera alcanzado sin el motor que la ha hecho posible: el empresario. Evidentemente no es autor único. Nadie niega la importancia y valor, enormes, de los trabajadores, quienes con su esfuerzo, lealtad y capacidades han sido determinantes en ese progreso. Pero lo que no se puede admitir es que, en la misma tirada, se demonice al otro polo de esa dualidad. Las sociedades, como ya tematizó Schumpeter, se componen de “grupos anhelantes de protección” y de “grupos anhelantes de invención”. Son los empresarios quienes aportan el espíritu de iniciar, arriesgar y ponerse en marcha. El empresario es la inconformidad de la creación. Creador de creaciones Así que el empresariado, lejos de ser un actor amoral, es el impulsor de principios absolutamente imprescindibles para las sociedades. Sin ellos, las sociedades se fosilizan. Un empresario es un creador de cosas. Creador de organismos vivos (las empresas). Creador de trabajo. Creador de riquezas. Creador de profesiones y de profesionales. En una palabra, es un creador de creaciones. Tanto, si no más, que el cien-tífico, el escritor, o el artista. Por eso es tan esencial. La inmensa mayoría de los empresarios siguen siendo lo que han sido siempre, “hombres orquesta” que realizan funciones muy distintas y hasta contrapuestas: inversor, emprendedor y gestor. Su función sigue siendo insustituible. Y lo será más en el futuro. Frente a esos malos políticos que no crean nada y no tendrán trascendencia alguna más allá de sus falaces propagandas cortoplacistas. La raíz de la diferencia entre unos y otros radica en que el éxito del empresario no consiste sólo en el triunfo económico, sino en ser capaz de promover y consolidar valores transcendentes para las sociedades, como la prosperidad y la libertad. Un punto mucho más esencial de lo que parece. En el fondo, unos, los empresarios, significan pluralidad; los otros, uniformidad. Unos, la libertad; los otros, la sumisión política. Lo que, calladamente, pretenden esos furiosos atacantes del empresariado es crear una sociedad unidimensional en la que sólo haya una virtud y una ética: vidas burocratizadas, conformistamente subvencionadas y sin riesgos. Y, consecuente-mente, quieren jibarizar o desterrar todo tipo de motivación emprende-dora. Cuando un país daña de esa forma el espíritu empresarial, cuan-do privilegia de esa forma las cualidades “pasivas” y meramente reactivas, se le está preparando para convertirse en una especie de granja ideológica artificial gobernada monolíticamente por “seres elegidos”. Carece de todo sentido entregarse a esa fatídica retórica de descalificaciones, agravios y desprecios a la que asistimos, entre otras razones por-que olvida una realidad fundamental: que toda verdad puede mantenerse oculta un cierto tiempo, pero no es posible aniquilarla por completo. Pasará este gobierno con todos sus corifeos y coristas, y los empresarios seguirán haciendo lo que saben hacer: crear riqueza, pagar muchos impuestos y transformar las sociedades. Por el bien de todos, esperemos que puedan seguir haciéndolo desde España y para España.