Mucha gente piensa que lo que diferencia a las empresas privadas de las públicas es que, mientras aquéllas tienen como objetivo maximizar el beneficio particular de sus propietarios, éstas se preocupan por el bien común. Por tanto, la privatización de cualquier empresa o servicio gestionado por el Estado debe ser considerado algo necesariamente malo y contrario a los intereses de la mayoría de la gente. A primera vista podría parecer adecuado, por tanto, que los servicios públicos sean provistos por entidades que no persigan el lucro de sus accionistas. Pero, cuando se observa la realidad, lo que se encuentra a menudo en las empresas públicas es mala gestión y mal servicio a los usuarios; y, además, se constata que su financiación exige, con mucha frecuencia, transferencias de fondos, que son pagadas al final por los contribuyentes.
Como la insatisfacción con respecto a lo que ofrecen es, en muchos casos, evidente, hay que buscar alguna justificación a esta paradoja. Y así se hace. En primer lugar, a quien critica el funcionamiento de una empresa o de un servicio público se le considera una persona antisocial y egoísta, merecedora de todo tipo de reproches. Y si no queda más remedio que aceptar que las cosas no funcionan todo lo bien que sería deseable, se argumenta que la causa del mal servicio es que el Estado no dedica suficientes recursos a la actividad en cuestión. Y tal actividad puede ser desde una clase de matemáticas a la resolución de un conflicto en los tribunales, pasando por una operación de apendicitis.
Lo políticamente correcto
En esta visión de la sociedad, la mayor parte de los problemas económicos tienen su origen en la codicia y la falta de espíritu cívico que caracteriza al sector privado. Y un ejemplo que se repite una y otra vez en nuestros días es la reciente crisis de nuestro sistema financiero. Tal cosa resulta, sin embargo, bastante curiosa porque los directivos de las instituciones bancarias que han tenido un comportamiento más irresponsable -y a menudo delictivo- han sido los de las cajas de ahorros, entidades controladas precisamente por políticos, sindicalistas y supuestos servidores públicos de todo tipo. Pero si queremos mantenernos dentro de los límites de la corrección política, tendremos que concluir que la respuesta a los problemas del sistema financiero español tiene que ser la creación de bancos públicos, que ofrezcan financiación barata a toda persona o empresa que lo necesite. Estas instituciones deberían ser gestionadas, naturalmente, por empleados públicos que serían gerentes ejemplares que en nada se parecerían a los directivos que han llevado a la ruina a un buen número de cajas de ahorros. Y soluciones similares se ofrecen para nuestro costoso e ineficiente sistema educativo, para unos transportes públicos que presentan año tras año unas cuentas de resultados ruinosas o para un sistema sanitario cuyos gastos son cada vez mayores, sin que sea posible adivinar hasta dónde pueden llegar, entre otras cosas, porque a las pocas Comunidades que se han atrevido a afrontar el problema, les ha resultado imposible reformar el sistema debido a los lobbies de trabajadores del sector, a buena parte de la opinión pública y a los tribunales de justicia.
La teoría políticamente correcta afirma que no se debe ahorrar ni un euro en los servicios públicos; y que éstos deben ser provistos por empresas bajo el control de la Administración. Mientras quede una sola necesidad social sin cubrir y haya posibilidad de incrementar la recaudación fiscal, lo que hace falta es tener voluntad política para satisfacerla. No es una idea muy original, ciertamente; pero permite zanjar fácilmente cualquier debate en estos temas. Entre otras cosas, porque el concepto de coste de oportunidad -a qué renuncian los ciudadanos para financiar tales programas de gasto- está ausente de este tipo de razonamientos. Se procura, además, que el contribuyente no sepa lo que realmente le cuestan los servicios que recibe; y se ignora por completo el hecho de que los empleados públicos, exactamente igual que los privados, son maximizadores de sus propias funciones de utilidad; con el agravante de que el control de la eficiencia del gasto es mucho menor que en la empresa privada. El problema, sin embargo, no está en el personal. Lo que funciona mal son los incentivos que se ofrecen a quienes trabajan en el sector público. Y, en este campo, la Administración tiene mucho que aprender de la empresa privada.