Todos los países han votado a favor, pero un gran número de sus ciudadanos ha mostrado su clara disconformidad con los acuerdos alcanzados. Y esto ha ocurrido tanto entre los deudores –los griegos– como entre los acreedores –los países de la Unión Europea que van a financiar el tercer rescate–. El hecho se puede interpretar de dos maneras. La primera –la optimista– consideraría que ha sido un acuerdo equilibrado en el que ninguna de las partes ha conseguido todo lo que buscaba, pero que a todos deja más o menos satisfechos. La segunda –la pesimista– diría que se ha llegado a un pacto en el que, en el fondo, nadie cree porque el problema sustancial de Grecia no es la financiación a corto plazo de un país con falta de liquidez, sino una crisis económica muy profunda en el marco de una unión monetaria que condiciona, en buena medida, su política económica.
En contra del rescate, tal como ha sido pactado, está, en efecto, gran parte de la población de Grecia y de la izquierda europea, que considera que las medidas de reforma impuestas son muy duras y que Europa ha sido poco generosa, a pesar de que la Unión ha transferido ya miles de millones de euros a ese país. Y críticos son también los contribuyentes de Alemania y de otros Estados miembros de la Unión Monetaria, que, conscientes de que se ha gastado en los últimos años mucho dinero en Grecia, piensan que no tienen garantía alguna de que no vayan a perder aún bastante más.
La figura de Angela Merkel , el personaje político más importante de Europa en estos momentos, es vista también de forma muy diferente por unos y por otros. En Grecia, y en general en todo el sur de Europa, es considerada una persona dura que, de forma injusta, ha impuesto condiciones crueles a un país en dificultades cuya población empobrecida merece mejor trato. En Alemania y algunos países del norte del continente se piensa de ella, en cambio, que es una señora bondadosa en exceso que ha actuado de una forma demasiado blanda ante un país de trileros que llevan años mintiendo, que quieren vivir a costa de los demás, que han elegido a un Gobierno que les ha dicho que ya se las arreglarían para que no pagaran sus deudas y que, seguramente, incumplirán los últimos acuerdos firmados tan pronto como tengan ocasión para ello. No es sorprendente por ello que más de sesenta diputados del propio partido de Merkel votaran en el parlamento alemán en contra de la ratificación del acuerdo el pasado miércoles. Y muchos alemanes –incluidos algunos ministros– piensen que las medidas adoptadas para controlar la actuación del Gobierno griego son insuficientes y deberían ser reforzadas antes de que surjan nuevas desavenencias.
Por parte de la izquierda, se ha dicho muchas veces que no es ésta la Europa que desea. Y que, si la Unión que se construye fuera la “Europa de los mercaderes”, mejor sería no pertenecer a ella. Pero no son conscientes seguramente de que, si se llegara a la Unión que ellos quieren, basada en fuertes transferencias de fondos del norte al sur, en una deuda mutualizada y en una política de subsidios a todos los que los necesiten, financiada por aquellos que pueden pagarlos, muchos ciudadanos de los países más prósperos del continente serían los que dirían que si Europa fuera esto, mejor no estar integrados en ella.
En contra de lo que bastante gente, y algunos medios de comunicación, afirman en nuestro país, la señora Merkel y el señor Schäuble –el ministro alemán de Finanzas– han hecho un notable esfuerzo por salvar la Unión Europea. Hace 15 años se hicieron mal las cosas al crear una unión monetaria cuyos defectos se pusieron de manifiesto tan pronto como se desató la primera crisis económica importante en Europa. Y, más tarde, se reaccionó mal a la crisis griega al no haber forzado, hace ya algunos años, la salida de Grecia del euro, acompañada de una quiebra ordenada de su deuda soberana. El gran problema al que hoy nos enfrentamos es que, aunque las cosas no estén funcionando bien, no podemos dejar a un lado todo lo que ha ocurrido desde 2000.
La desaparición de la unión monetaria no nos devolvería a la situación de entonces. Y para un país como España el coste de la ruptura podría ser muy alto. Pero parece claro que habría que reformar muchas cosas. Se ha repetido infinidad de veces, por unos y por otros, que la unión monetaria no es sostenible sin una mayor convergencia de las políticas macroeconómicas de los Estados miembros. Y es cierto. Para ello se firmó en su día el Pacto de Estabilidad y Crecimiento. Lo que ocurre es que no todos los gobiernos europeos están de acuerdo en cuáles son los objetivos macroeconómicos hacia los que deberíamos converger. Y es muy comprensible que muchos países –y no sólo Alemania– se nieguen a aceptar políticas expansivas basadas en mayor gasto público y en fuertes déficit presupuestarios. La razón es clara: tal estrategia no nos llevaría a una Europa “más social” –como a menudo se dice–, sino a un auténtico desastre.
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