Vivimos en la era de la economía intervenida por unos banqueros centrales elevados a la categoría de magos, o de dioses del Olimpo, infalibles, clarividentes y benéficos. Lamentablemente, nadie les susurra al oído, mientras les sujetan los laureles, que no son más que hombres. Para ser justos, en lo más profundo de la crisis los bancos centrales actuaron correctamente para estabilizar el sistema financiero en su papel de prestamistas de última instancia. El problema es que da la sensación de que, una vez probaron el sabor del poder que se les otorgó entonces, no han querido abandonarlo. Por ello, ocho años más tarde nos encontramos con una realidad bien distinta en la que, con enorme temeridad, los grandes bancos centrales del mundo (Reserva Federal, BCE, Banco de Japón) están llevando a cabo un experimento monetario peligrosísimo y sin precedentes colocándonos en un callejón sin salida del que, por definición, ni saben ni van a poder salir.
La filosofía que les impulsa es la que siempre ha impulsado al intervencionismo: una pequeña y autodefinida élite juega a ser dios en la creencia de que puede controlar la economía sin entender que ésta no es una máquina, sino un ecosistema formado por seres humanos dotados de inteligencia y libertad de acción que, en vez de hacer lo que la élite les ordena, hacen lo que más les conviene. La evidencia empírica muestra que el intervencionismo no funciona, pero los intervencionistas nunca han permitido que la terca realidad les estropee su bonita fantasía de poder. Lo que sí funciona es ese maravilloso orden espontáneo llamado economía de mercado, que respeta la libertad del hombre, su dignidad y su responsabilidad, le anima a desarrollar sus talentos y además se ha mostrado enormemente eficaz para librar de la pobreza a gran parte de la humanidad. Desde los tiempos bíblicos toda economía tiene ciclos en los que la bonanza se alterna con la penuria, y cuyo origen radica en la inevitable e inmutable falibilidad del hombre.
En la vana búsqueda de una imposible economía sin ciclos, el intervencionismo crea sistemas de incentivos perversos que omiten el carácter terapéutico de la recesión, dolorosa pero sana e imprescindible para limpiar y corregir los errores y excesos del pasado. Claro está, lo que fundamentalmente mueve a los responsables políticos a tratar de evitar los ciclos bajos no es el bienestar de sus ciudadanos, sino la preocupación de que la época de vacas flacas coincida con el momento de su reelección.
El intervencionista olvida una y otra vez que puede llevar al buey al abrevadero pero no puede obligarle a beber. En efecto, el intervencionista puede fijar al empresario un precio máximo por su producto o un salario mínimo a pagar a sus empleados, pero no puede obligarle a producir si a ese precio el empresario pierde dinero y se arruina, ni puede obligarle a contratar si el salario fijado por la nomenklatura supera la productividad del empleado, porque el efecto es el mismo.
El intervencionista puede imponer unos tributos confiscatorios o establecer unas regulaciones que rocen el sadismo, pero no puede obligar a que el empresario acepte realizar su actividad en semejantes condiciones ni evitar que acabe largándose con viento fresco a algún lugar donde no le sometan a constante tortura por el delito de querer crear empleo y riqueza, para sí mismo y para la comunidad.
Exceso de deuda
De igual modo, el intervencionista de los bancos centrales puede fijar un interés cero y crear océanos de liquidez de la nada (¿qué mérito tiene eso?), pero no puede obligar a los bancos a prestar a quien no creen oportuno, o a prestar más de lo que una prudente gestión del riesgo recomiende, como tampoco puede obligar al ciudadano o a la empresa a pedir prestado si no lo necesitan, o si no pueden permitírselo, o si lo consideran innecesariamente arriesgado. El mundo occidental tiene un enorme problema de exceso de deuda. En el caso de España, la deuda privada no financiera en el año 1999 era del 90% del PIB, y ahora está cerca del 170% del PIB. La deuda pública era en 1999 inferior al 60% del PIB y ahora supera el 100% del PIB, y sigue creciendo. ¿Qué sentido tiene incentivar un aumento de la deuda cuando ya tenemos un exceso de deuda? Además, existen numerosos estudios que muestran que niveles elevados de deuda lastran el crecimiento económico. ¿Queremos crecer menos? Si tenemos problemas serios hoy, ¿qué problemas tendremos mañana con mayor deuda y menor crecimiento?
Los bancos centrales arguyen que quieren crear inflación aunque en la historia de los bancos centrales no exista ni un solo precedente exitoso de creación controlada de inflación. Para ello, han llegado al disparate de crear el tipo de interés negativo, concepto inaudito en los 5.000 años de historia documentada de la humanidad. El tipo de interés tiene su origen en el axioma de que un bien o un dólar en el momento presente, cierto, seguro y tangible, tiene más valor que un bien o un dólar incierto del mañana. Ya saben: más vale pájaro en mano. Por ello se recompensa al que presta o invierte.
Sin embargo, hoy en día 10 trillones de euros de deuda soberana y 300 billones de deuda corporativa rentan negativo, es decir: el prestamista paga al prestatario por el privilegio de prestarle. Imagínense una hipoteca en la que el banco no sólo nos presta el dinero sino que nos paga cada mes por ese privilegio, para siempre, transformando el pasivo en activo, y viceversa. Quizá por no ser banquero central yo considero esto una aberración o, si me lo permiten, una estupidez.
Claro está, estos tipos cero o negativos han creado la mayor burbuja de bonos de la historia y una nueva burbuja en las Bolsas. La historia financiera muestra que todas las burbujas, sin excepción, acaban explotando, como ocurrió con la burbuja inmobiliaria y bursátil en el 2008. Puede que cuando explote la burbuja actual, creada por la temeridad y arrogancia de los bancos centrales, lo del 2008 parezca, en comparación, un paseo por el campo.
El tipo de interés es un precio (del dinero) que también cumple una función como mecanismo de transmisión de información (sobre el grado de incertidumbre del futuro, la expectativa de inflación y crecimiento o la credibilidad del deudor). Este mecanismo de información es imprescindible para el correcto funcionamiento de la economía, pero los bancos centrales lo han destruido. Por ejemplo, gracias al intervencionismo del BCE los bonos soberanos europeos (incluyendo los de España, Italia e incluso Portugal, hasta hace unos meses) rentan menos que los bonos soberanos de EEUU o Canadá, lo que no es sólo una distorsión, un verdadero precio artificial de Fantasilandia, sino que desincentiva a nuestros políticos (ya de por sí tendentes al relax) a impulsar reformas estructurales de verdad.
Por último, estas políticas monetarias están poniendo en peligro a bancos, aseguradoras, fondos de pensiones y jubilados que dependían de una rentabilidad razonable de su renta fija y de una curva de tipos positiva, incentivándoles a la desesperada a correr riesgos imprudentes. No lo olviden: riesgos imprudentes = quiebras. No es una buena idea que unas democracias supuestamente desarrolladas tengan unas instituciones dotadas de tan inmenso poder a pesar de su lamentable historial predictivo, libres de facto de toda atadura legal, que no responden ante nadie ni están sometidas a control ninguno, y cuyos líderes no electos estén exentos de toda responsabilidad. El abuso de poder está garantizado.
Cuando yo era estudiante me enseñaron que los bancos centrales que imprimían dinero y compraban deuda pública con ese dinero pertenecían a las repúblicas bananeras y sólo acababan destruyendo sus monedas o sus países. Los bancos centrales han convertido ya a la mayor parte de los países desarrollados en repúblicas bananeras y tendremos que atenernos a las consecuencias. Indudablemente éstas serán negativas, pero cabe la posibilidad, me temo, de que sean terribles.