La deuda pública tocó techo en 2014 y, desde entonces, se viene reduciendo, aunque de forma muy paulatina. Por ponerlo en perspectiva, si el volumen de pasivos se disparó del 35,6% del PIB a finales de 2007 hasta el 100,4% del PIB a cierre de 2014 (64,5 puntos más), en los últimos tres años, apenas se ha recortado en 2,1 puntos, hasta situarse en el ejercicio 2017 en el 98,3% del PIB. Este descenso ha estado impulsado por un fuerte crecimiento del PIB (superior al 3% en cada uno de estos tres años) y un aumento de precios, que empezó siendo muy moderado pero que cada vez cobra más vigor. Además, la contención de la carga de los intereses ha ayudado bastante. Por el contrario, el todavía significativo déficit público ha lastrado el ajuste, frustrando la disminución de la deuda en esos años.
Si España hubiera mantenido una política de déficit cero entre 2015 y 2017, la deuda habría bajado en 10,9 puntos básicos, gracias únicamente al factor del crecimiento, es decir, cinco veces más que lo que lo hizo. Incluso si el Gobierno hubiera incurrido en un déficit del 2% del PIB en cada uno de estos ejercicios, el ajuste habría ascendido a 5,1 puntos de PIB.
Sin embargo, de cara al futuro, es de esperar que el crecimiento pierda dinamismo. Por un lado, buena parte del aumento del PIB se ha debido a un fuerte repunte del empleo, pero este avance empieza a moderarse, y se ralentizará todavía más con el descenso del paro, ya que, si bien hay un gran número de profesionales en desempleo aptos para encontrar un trabajo con el incremento de la actividad, muchos otros tienen sus capacidades muy obsoletas. Cabe recordar que 1,5 millones de personas llevan más de dos años paradas, y dos terceras partes de todos los desocupados carecen de formación más allá de la primaria y secundaria no profesional.
Además, los bajos niveles de desempleo que se registrarán dentro de unos años comenzarán a presionar los salarios al alza, provocando una dificultad añadida a la creación de puestos de trabajo y, quizá, a la demanda interna. Es posible que este incremento de los costes laborales llegue incluso a mermar el avance de las exportaciones en el medio y largo plazo. Esto ocurrirá si el aumento de las nóminas resulta superior al de los países con los que competimos por exportar, en buena parte por la escasez de profesionales formados en las nuevas aptitudes que demanda el mercado laboral. Todo ello puede contribuir a lastrar el proceso de mejora del PIB.
Por otro lado, el crecimiento en los últimos años se ha sustentado sobre la demanda no satisfecha de bienes de consumo duradero, bienes de equipo y vivienda, esto es, compras pendientes desde hace años que no llegaban a ejecutarse por la falta de confianza en la economía. La demanda retenida de bienes de consumo se liberó entre 2014 y 2017, pero ya se ha agotado, lo que menoscaba el potencial de crecimiento. Sin embargo, queda por ver hasta cuándo se prolonga la de bienes de equipo y vivienda y, también, hasta qué punto estos incrementos se pueden sostener en el medio plazo.
De aquí a unas décadas, también hay que considerar la proyección demográfica del país, que es muy negativa. Si en 2018 hay 29,2 millones de personas en edad de trabajar (entre 18 y 64 años), para 2028, la cifra se habrá reducido en 1,2 millones de personas, hasta los 28 millones, y para 2048, en 5,4 millones de personas más, quedando en 22,6 millones. Esto supone que, incluso en una situación de pleno empleo y de retraso de la edad de jubilación, el factor demográfico será perjudicial para el crecimiento del PIB. Y, por último, aunque pueda darse un impulso por la inmigración, el impacto positivo que se produjo en las últimas décadas por la incorporación de la mujer al mercado laboral ya no se notará. Por todo ello, en el medio plazo, el crecimiento se verá muy limitado, y dependerá casi en exclusiva de los avances en la productividad. Aunque el crecimiento del PIB nominal sí aumentará por la normalización de las subidas de precios, todo apunta a que esta cifra, que puede avanzar un 4,3% este año, según los pronósticos del Ejecutivo, se irá atenuando de forma progresiva en los próximos ejercicios. EL Fondo Monetario Internacional apunta incluso a una ralentización del PIB real por debajo del 2% en la próxima década.
Así, la deuda pública no caería por debajo del 60% del PIB (la cifra marcada como referencia segura por la Comisión Europea) hasta 2034, y no alcanzaría los niveles previos al estallido de la burbuja inmobiliaria hasta 2042. Este escenario parte del presupuesto de que el crecimiento del PIB nominal se mantenga relativamente estable, aunque con una desaceleración gradual hasta el 3%, al tiempo que los gastos queden controlados en el 39,3% del PIB, como prevé el Gobierno a medio plazo, mientras que los ingresos aumenten un 10% por encima del PIB nominal, la media de los últimos años. Además, para que se cumpliera, las medidas de contención presupuestaria tendrían que continuar incluso después de haber obtenido superávit. Si no fuera así, y únicamente se alcanzara el equilibrio presupuestario (como es muy probable que suceda si las dificultades para aprobar el Presupuesto persisten), no se recuperaría el nivel de deuda previo a la crisis hasta 2052: 45 años después del estallido de ésta.
Gráfica 1. Evolución de la deuda con superávit
Gráfica 2. Evolución de la deuda con equilibrio presupuestario
Por tanto, este escenario está sujeto a múltiples condicionantes, y presenta enormes vulnerabilidades. ¿Qué pasaría si se desata una nueva recesión en los próximos años? ¿Si suben los tipos de interés? ¿Si España sufre un prologado periodo de poco crecimiento y baja inflación? ¿Si el Gobierno se ve incapaz de controlar los gastos durante un tiempo? ¿Y si varias de estas situaciones tienen lugar simultáneamente? La posibilidad de que se produzcan es muy probable, y harían descarrilar por completo el proceso de reducción de deuda.
Escenario de recesión
Históricamente, las recesiones han demostrado ser inevitables. A lo largo de la segunda mitad del siglo XX, los ciclos económicos en la UE han durado cerca de once años, aunque presentan una tendencia a prolongarse. El último, que arrancó en 1994, se dilató casi quince años. Según este cálculo, la próxima crisis tendría que estallar en torno a 2023, y hacia 2038 habría una nueva. Obviamente, estos ciclos dependen del comportamiento humano, por lo que no se puede precisar cuándo se producirá la próxima recesión, aunque sí afirmar que es muy probable que, de aquí a 2050, se hayan desencadenado al menos dos grandes retrocesos en la economía, que tienden a durar, de media, cuatro trimestres.
Con esta perspectiva (dos recesiones en los próximos 32 años y descensos del PIB del 3% anual en cada uno de estos periodos), la deuda se mantendría por encima del 60% del PIB hasta 2037, y no caería hasta niveles precrisis hasta 2047. La capacidad de reacción frente a estas depresiones depende de lo que se haya podido ahorrar durante los periodos expansivos. Por eso, urge un plan para lograr rápidamente un superávit y acelerar la reducción de deuda, a fin de construir un colchón de activos con el que solventar, o al menos mitigar, la próxima recesión. Un nivel de deuda en torno al 40% del PIB permitiría tener capacidad de maniobra ante una crisis, ya sea bajando los impuestos o manteniendo un aumento de los gastos imprescindibles por encima de la tendencia del PIB. Con todo, no se han tenido en cuenta crisis graves, como la sucedida a partir de 2007, en la que no sólo se desplomó el conjunto de la economía, sino que también quedó en riesgo todo el sistema financiero. Además, el desempleo se triplicó, y la recaudación derivada de la venta de inmuebles se hundió por completo, lo que resultó en un déficit superior al 11% del PIB. Si esto ocurriera con un nivel de deuda como el actual, las consecuencias se antojan incalculables.
Si la primera de las recesiones previstas fuera más profunda y prolongada (con un deterioro del 4,5% un año, y de un 3% al siguiente), la previsión resultaría mucho peor, por la incapacidad de aplicar medidas contracíclicas y porque el aumento de los costes de la deuda consumiría parte del presupuesto necesario para reaccionar. Con ello, el país no entraría en superávit hasta 2030, y el nivel de referencia del 60% no se alcanzaría hasta 2038.
Hay dos datos que muestran perfectamente que España no se encuentra en condiciones de hacer frente a una nueva crisis profunda. El primero, el déficit estructural (cuando se anulan los efectos del ciclo), que es todavía el más elevado de la UE al situarse en el 2,6% del PIB. Esto se debe a que España ha utilizado los años de crecimiento para recortar los impuestos y mantener cierta expansión del gasto público, en lugar de conservar el impulso de reducción del déficit. Aunque esta política ha servido para elevar el crecimiento, seguir con esta tónica hará más difícil responder apropiadamente durante la próxima recesión. El segundo dato es el nivel de deuda a lo largo del ciclo económico. España se halla en la misma posición (incipiente recuperación) que la que vivía en 1998. Sin embargo, los niveles de deuda actuales están prácticamente estancados en el 100% del PIB, mientras que entonces se encontraban en el 62,5% y mostraban un patrón descendente, con caídas en relación al PIB que duplicaban las que han tenido lugar en España durante los últimos años. Por ello, es muy complicado que, cuando llegue la próxima recesión, España esté mejor preparada que en 2007, en términos de deuda. De hecho, en aquel momento nuestro país disfrutaba de un superávit primario (antes de intereses) del 2% del PIB, mientras que ahora se encuentra en equilibrio presupuestario primario.
Gráfica 3. Escenario de doble recesión
Escenario de subidas de tipos de interés
Una segunda posibilidad pasa por la subida de los tipos de interés, que ahora se sitúan en mínimos históricos. El Banco Central Europeo ya ha comenzado a contraer sus planes de compra de activos y, en algún momento, tendrá que empezar a reducir su balance y a subir los tipos de interés. Conforme este proceso tenga lugar, resulta previsible que los tipos de interés de la deuda se vuelvan a incrementar. Esto afecta a la sostenibilidad de la deuda, ya que, hasta ahora, los ajustes del gasto público se han producido por la reducción de los costes financieros, una dinámica que se podría revertir en breve. Al contrario que en la etapa 2010-2013, los costes financieros no tienen por qué incrementarse sustancialmente en los primeros compases de la subida de tipos de interés, debido a la progresiva extensión de los plazos de vencimiento de los bonos y a que el montante total de deuda en relación al PIB parece controlado. Sin embargo, dado que éste es muy alto y seguirá así durante las próximas décadas, el riesgo a largo plazo es mucho mayor, a pesar del desarrollo de nuevos mecanismos en la eurozona. Por todo ello, la subida de los tipos de interés sí puede provocar un fuerte incremento de los gastos financieros en el medio plazo.
Actualmente, el tipo de interés medio de la deuda pública en circulación es del 2,5%, cifra excepcionalmente baja, por lo que una normalización podría encarecer significativamente los costes financieros. Tomemos dos valores de referencia: la media de los últimos 17 años (3,8%), y la de los ejercicios previos a la crisis (4,5%). Si los tipos de la deuda volvieran a estos valores, en un periodo de diez años, los costes financieros aumentarían en 16.400 y 23.700 millones, respectivamente, lo que dificultaría el descenso de la deuda, incluso en el caso de que la mitad de estos gastos extra quedaran absorbidos por la disminución de otras partidas. En este caso, los mayores intereses de la deuda retrasarían la entrada en una situación de equilibrio presupuestario, que podría no tener lugar hasta 2033. El mayor volumen de deuda acumulado en esos años implicaría nuevos costes financieros, y esta situación provocaría que la deuda en relación al PIB no cayera por debajo del 60% hasta 2037, en el supuesto de que el tipo de interés medio se situara en el 4,5%.
Gráfica 4. Evolución de la deuda con un tipo de interés al 3,8%
Gráfica 5. Evolución de la deuda con un tipo de interés al 4,5%
Escenario de gastos descontrolados
Uno de los principales temores de las agencias de rating es que los gastos públicos vuelvan a descontrolarse, algo que puede tener múltiples causas: desde un Congreso todavía más dividido, que obligue a mayores cesiones para aprobar los Presupuestos, hasta los incrementos asociados al progresivo envejecimiento de la población. La Comisión Europea calcula que, a lo largo de las próximas tres décadas, este montante, debido a la subida del gasto en pensiones, y al mayor coste sanitario por la longevidad o los cuidados a los ancianos, podría subir entre dos y tres puntos de PIB. Si en este escenario España no lograra equilibrar sus cuentas, sino que mantuviera un déficit en torno al 1% del PIB anual, la deuda no caería por debajo del 60% del PIB hasta el 2047. Con ello, durante los próximos 30 años, el país seguiría siendo muy vulnerable a una nueva crisis que podría poner contra las cuerdas las finanzas públicas de nuevo. En ese caso, es muy posible que la deuda pública volviera a dispararse en unos pocos ejercicios, arruinando cualquier intento de mantener un Estado de Bienestar en el que los gastos vayan acompasados a los ingresos.
Gráfica 6. Evolución de la deuda con crecimiento regular
Una variante de esta situación es que España entre en recesión de forma puntual en dos ocasiones a lo largo de las próximas tres décadas, como se anticipa en el primero de los escenarios. En este caso, además, la inexistencia de un colchón fiscal haría más dura la salida de la crisis, dado que sería más complicado aplicar políticas anticíclicas e, incluso, podrían verse nuevos repuntes de la prima de riesgo que obligasen a derivar recursos al pago del servicio de la deuda. En este caso, el volumen de ésta no caería por debajo del objetivo marcado por la Comisión Europea hasta dentro de 40 años, en 2058.
Gráfica 7. Evolución de la deuda con dos recesiones
Lógicamente, la posibilidad de que en este periodo se produzca algún acontecimiento que arruine la trayectoria descendente de la deuda es muy elevada, por lo que, conforme se aleja el escenario de ajuste de deuda al 60% del PIB, también aumentan las probabilidades de desviación de esta senda.
Escenario de bajo crecimiento
Por último, existe la opción de que el crecimiento de la economía española se ralentice a partir de 2025, con un crecimiento anual del PIB nominal del 2%. Esto se puede deber a que, a partir de esa fecha, el número de jubilaciones sea muy superior al de nuevas entradas al mercado laboral, a no ser que la inmigración cambie esta tendencia. Esto, unido a una hipotética moderación de la productividad y los precios, puede lastrar el crecimiento durante los próximos años. Con todo, esta perspectiva, dentro de un equilibrio presupuestario, no resultaría tan preocupante como el escenario anterior desde el punto de vista de la deuda, ya que permitiría ajustarla por debajo del 60% del PIB en el año 2040.
Gráfica 8. Evolución de la deuda con déficit 0
Sin embargo, ésta no es la situación más probable, ya que un escenario de bajo crecimiento atenazará también el incremento de los ingresos, propiciando el desfase presupuestario. De nuevo, con un déficit del 1% del PIB y un crecimiento lento, la deuda no llegaría a caer por debajo del 60% del PIB hasta después de 2060.
Gráfica 9. Evolución de la deuda con déficit del 1% del PIB
Necesidad de un colchón fiscal
La primera conclusión de este informe, contemplados en su conjunto los escenarios descritos, resulta clara: España se encuentra sometida a un enorme riesgo. A pesar del paraguas de la eurozona, la reducción de la deuda esté amenazada por desafíos arduos, probables (recesiones) e insoslayables (el aumento de los gastos por la longevidad). Estas debilidades pueden volver a disparar la prima de riesgo, complicando el mantenimiento del equilibrio presupuestario. Por eso, hay que acelerar la entrada del país en un estado de superávit, y mantener un fuerte saldo positivo durante la siguiente década.
Los próximos ejercicios van a ser cruciales para el ajuste del volumen de deuda, ya que el crecimiento todavía va a jugar un papel favorable a la hora de disminuir el tamaño de los pasivos. Además, a pesar de que el déficit siga siendo elevado, los gastos parecen más fáciles de ajustar ahora que después, por el creciente el envejecimiento demográfico. Por otro lado, la reducción de la carga de intereses supone una ayuda extra para mantener el presupuesto bajo control, algo que es posible que se revierta en el medio plazo. Asimismo, la disminución de los costes del desempleo también perderá fuerza en el futuro.
La segunda razón por la que resulta necesario crear un colchón fiscal es que no se sabe cuándo llegará la próxima recesión, pero sí que la mejor forma de afrontarla será contar con un margen de maniobra presupuestaria, lo que permitiría rebajar los impuestos o financiar algún tipo de políticas contracíciclas. Además, un nivel más bajo de deuda minimiza los efectos perniciosos de una subida de tipos de interés por la entrada en recesión, lo que contribuye a evitar un círculo vicioso como el que tuvo lugar entre 2010 y 2013. En esos años, la subida de los costes financieros dificultó el ajuste del déficit, y el riesgo de que éste se enquistara elevaba los tipos de interés.
La evolución de la situación en la mitad de los escenarios contemplados hace probable que la deuda no se reduzca por debajo del 80% del PIB hasta, al menos, 2027, lo que impedirá que se pueda reaccionar con eficacia a una nueva crisis. Si fuera el caso que la deuda continuara siendo elevada y la caída del crecimiento, profunda, una subida de impuestos, por necesaria que fuera para despejar las dudas sobre la solvencia del Estado, no haría más que intensificar la depresión.
Además, un elemento que podría dificultar la sostenibilidad de la deuda en el largo plazo son las cesiones presupuestarias del PP al PNV en materia de pensiones. Si los nuevos impuestos son insuficientes para compensar el sobrecoste de la subida de los costes de la Seguridad Social, no sólo dificultarán la reducción del déficit en el coste plazo, sino que harán más probable que España caiga en el escenario de gastos descontrolados descrito previamente. Hay que tener en cuenta que el coste de las pensiones es uno de los más difíciles de corregir en el corto plazo, y hacerlo supone un coste electoral muy elevado. Además, la marcha atrás a la reforma de 2013 hace más factible un nuevo aplazamiento más adelante.
La subida de las pensiones proyectada para 2018 y 2019 no sólo tendrá un fuerte sobrecoste el primer año, sino que se trasladará hacia el futuro, ya que las nóminas más altas de estos dos años servirán de base para los posteriores. Al mismo tiempo, el retraso de la introducción del Factor de Sostenibilidad tendrá un fuerte efecto en el largo plazo, ya que acabará elevando en cerca de un 2% el coste del sistema de pensiones. Y esto puede ser crítico cuando, según prevé la AIReF, el coste de las pensiones rebasará los 300.000 millones de euros al año en 2044.
Por todo ello, estas medidas pueden elevar la deuda en cerca de cinco puntos de PIB en el largo plazo. Hay que considerar, además, que el coste de financiar este déficit añadido supondrá un coste mayor en intereses de la deuda, lo que podría tener un impacto en el largo plazo de 1,8 puntos de PIB. Todo ello retrasará entre tres y cuatro años la entrada en una situación de deuda por debajo del 60%, de acuerdo con la evolución promedio en el conjunto de los escenarios planteados.