Han transcurrido ya dos décadas desde la creación de la moneda única europea; porque la fecha importante no es la de la puesta en marcha de la circulación de la nueva moneda, sino aquella en la que se fijaron de forma irrevocable los tipos de cambio de las divisas que pasarían a integrar la zona euro. Y esto ocurrió el día 1 de enero de 1999. Desde entonces los países que forman la Unión Monetaria han renunciado a su soberanía en este campo. Esto implica, entre otras cosas, que los gobiernos y los bancos centrales nacionales han perdido el control de la oferta monetaria y de la tasa de inflación y no pueden utilizar la devaluación como instrumento de política económica. O, dicho de otra manera, tienen que plantar cara a sus problemas económicos con ajustes en el sector real. Esto no es malo, en principio. Es más, lo conveniente es actuar directamente sobre el sector real de la economía, y no disimular, por ejemplo, una reducción de los salarios mediante un alza de precios. Pero lo que la historia nos enseña es que a la gente –y a los políticos, desde luego– les resulta más fácil aceptar los ajustes cuando, en nuestro supuesto, los salarios monetarios no se reducen –o incluso aumentan– pero los precios lo hacen a tasas más elevadas y el poder de compra de los trabajadores, por tanto, disminuye.
Recuerdo bien que, hace veinte años, fuimos pocos los que manifestamos abiertamente en España nuestra oposición a la moneda única en la forma en la que la Unión Europea la había diseñado. No se trata de que yo fuera entonces partidario de que los Estados mantuvieran su competencia para utilizar de forma irresponsable la política monetaria y la inflación, como lo habían hecho con frecuencia en los años pasados. Estoy convencido de que es preferible tener una moneda estable y un mecanismo de precios y salarios lo suficientemente flexible como para garantizar los ajustes necesarios en el sector productivo. Pero pienso también que la peor de las soluciones posibles es tener, al mismo tiempo, una moneda sólida, sin posibilidad de devaluar, unos mercados poco flexibles y un Estado que gasta por encima de sus posibilidades. Y esto es lo que, por desgracia ha sucedido, como algunos preveíamos, en varios países europeos.
Pero ¿qué habría ocurrido si la moneda única nunca hubiera existido? ¿Cómo habría sido la evolución de la economía española – o la de las economías de otros países – sin el euro a lo largo de estos últimos veinte años? Este ejercicio intelectual es tan arriesgado como interesante. Es razonable pensar, por una parte, que el crecimiento de nuestro país habría sido, en el período 2000-2007, más reducido que el que en realidad tuvimos. Pero poca duda cabe de que el euro aguantó mal la recesión que empezó en 2008; y que la crisis generó en la Unión Europea a una situación tan grave como inesperada; que habría tenido, seguramente, una solución más fácil sin los condicionamientos establecidos por la moneda única. Y no se trata sólo de una dificultad técnica. Los problemas han ido bastante más lejos. Uno de los objetivos del euro, desde el momento mismo de su creación, ha sido fomentar la cooperación entre los Estados miembros de la Unión Monetaria y reforzar la actitud de los ciudadanos europeos en favor de una mayor integración. Pero me temo que lo que ha sucedido es justamente lo contrario. La crisis de Grecia y las medidas adoptadas para mantener al país en la zona euro, por citar sólo el ejemplo más relevante, fortalecieron los sentimientos nacionalistas de una forma que habría sido inimaginable sólo algunos años antes. Llegaron incluso a resurgir algunos fantasmas de la vieja historia europea, con opiniones disparatadas que buscaban semejanzas entre la política económica de Alemania y el papel de su ejército en la Segunda Guerra Mundial, con el objetivo de justificar políticas económicas inaceptables y abiertamente en contradicción con los principios de la Unión Monetaria.
¿Qué hacer entonces con el euro en 2019? En la crisis hemos aprendido que la moneda única puede hacer más difícil a algunos países –el caso de Grecia es el más claro, pero no el único– solucionar sus desequilibrios en el corto plazo. Pero sabemos también que –especialmente para un país débil– los costes de salida del euro serían tan grandes que, a no ser que la situación fuera realmente desesperada, sería sin duda preferible seguir con la moneda única. Si algunas naciones abandonaran la zona euro y volvieran a tener sus propias monedas, deberían ser conscientes que las nuevas dracma, lira o peseta no serían las mismas monedas que fueron hace veinte años. Salir del euro significaría reconocer un fracaso, que crearía, en todo el mundo, unas expectativas muy negativas con respecto al país que adoptara tal decisión.
Nos guste o no, hay que defender la moneda única. Y este objetivo exige, ciertamente, introducir mejoras técnicas en su gestión; pero, sobre todo, exigir a algunos gobiernos una mayor responsabilidad en el diseño de sus políticas económicas. Y hoy por hoy, no está nada claro que vayan a aceptar tal cosa.