Vaya por delante que el afecto al lugar, la región y el país donde uno ha nacido se trata de un sentimiento noble, porque motiva a ser mejor ciudadano. Sin embargo, cuando esta querencia se sacraliza, surge la exclusión, cuando no el odio, hacia el vecino que elige pertenecer a otra patria. La obsesión de imponer una nueva nacionalidad a todos los que viven en un territorio, les guste o no, provoca una fractura social que deteriora la convivencia y frena la colaboración entre ciudadanos que, simplemente, piensen distinto.
Si existiera el derecho de constituir una nueva nación donde no la hubo en más de medio milenio, esta competencia correspondería a cada ciudadano, lo que llevaría a que la independencia se estableciera por pueblos o comarcas. Así lo determinó en una situación pareja la ‘Ley de la Claridad’ de la Constitución de Canadá para blindarse ante la secesión de Quebec. La traducción al caso español y catalán se concretaría en la siguiente pregunta: por qué a un habitante de La Canonja (Tarragona) debería forzársele a estar en un nuevo Estado independiente, cuando cerca del 80% de sus habitantes lo rechazan, como lo pone de manifiesto que no voten a partidos soberanistas. Si no se quiere violentar a nadie, la decisión de formar parte de un país tendría que depender de las personas, y como los territorios resultantes serían diminutos, el país resultaría inviable económicamente.
Muchos independentistas radicales afirman que prefieren ser pobres pero libres, pero la realidad puede dinamitar este planteamiento. La libertad de un ciudadano se reduce cuando se vive en un infierno fiscal que resta capacidad de actuar, porque te expolian tributariamente hablando. Los impuestos de la Renta, Sucesiones, Donaciones y Patrimonio en Cataluña figuran entre los más altos de España. Además, se trata de la autonomía que más impuestos propios se ha inventado: 19.
El nacionalismo no solo arruina la convivencia y el bolsillo de los particulares, sino que también hunde la economía, tal como ha demostrado el informe de Epicenter The economic cost of Catalonia’s hypothetical independence and departure from the EU. Una Cataluña independiente estaría fuera del paraguas de la Unión Europea (UE), lo que implica que
aproximadamente el 60% de sus exportaciones, que ahora no pagan aranceles, se encarecerían un 18%. Por no hablar de las ventas al resto de España, que incluso superan en volumen a aquellas que tienen por destino la UE, y que también se verían gravadas. Salir de la unión aduanera reduciría asimismo los flujos de inversión extranjera. Esto redundaría en un menor crecimiento y un mayor nivel de desempleo.
Por otro lado, las finanzas públicas de la región son débiles. Los datos muestran que esta tiene hoy una deuda pública muy alta, más del 112% de su PIB si se suma la deuda emitida por el gobierno autonómico y su participación en la deuda pública española. Una Cataluña independiente encontraría serios problemas para financiar esta deuda ya emitida, y, además, debería pagarla en euros, cuando no está claro qué sistema monetario adoptaría el nuevo país. Los nacionalistas a favor de la independencia rara vez hablan de este tema. Prefieren vivir bajo la ilusión de que seguirían utilizando el euro como lo hacen hoy. Esto resultaría inadmisible, al implicar una cesión de su soberanía monetaria al Banco Central Europeo (BCE), en el que el nuevo país no estaría representado. Aparte el BCE no actuaría como prestamista de última instancia, lo que explica, entre otras cosas, por qué las principales entidades financieras de Cataluña ya se hallan registradas en otras regiones del país. La nueva nación podría mantener su soberanía monetaria emitiendo una nueva moneda. Pero sería muy difícil que los mercados internacionales la consideraran estable. Y eso entraña un gran peligro para un país muy endeudado en divisas.
Del poder ostentado por un Ejecutivo soberanista se deriva otro empobrecimiento más: una peor gestión de los recursos públicos. Si la independencia se erige en la prioridad absoluta, la sanidad, la educación y los servicios sociales básicos se ven perjudicados. Además, se despilfarra en gestos de reafirmación nacional un dinero que se necesita en cuestiones más esenciales, como la promoción del empleo juvenil o impedir que se cierren empresas. Un ejemplo de irresponsabilidad lo encontramos en que, en medio de la crisis y en plena pandemia, la Generalitat haya aumentado sus gastos identitarios a través de la apertura de tres embajadas más en Australia, Japón y Senegal, que se suman a las 16 de las que ya disponen.
La Generalitat debiera advertir que, por mucha propaganda que haga, ante cualquier secesión de una región de la UE, los gobiernos de los países miembro se opondrían por puro pragmatismo. La razón es clara: muchos de ellos tienen dentro de sus fronteras regiones descontentas que reclamarían lo mismo, por lo que preferirán evitarse conflictos innecesarios. Además, el viejo continente ya ha perdido demasiada relevancia, por lo que fracturarlo más constituiría un error que la UE no se puede y no va a permitir.