LA VOZ DEL PUEBLO BRITANICO NOS HA DESPERTADO DEL SUENO dogmático del capitalismo intervenido en el que dormitábamos. El 23 de junio de 2016 una mayoría del cuerpo electoral votó por la salida del Reino Unido de la Unión Europea. El 8 de junio de 2017 la elección general convocada por la primera ministra Theresa May privó al Partido Conservador de su mayoría absoluta. Ambos resultados fueron inesperados. El primero supone un cambio fundamental en la relación del Reino Unido con Europa; el segundo llevará sin duda a una transformación profunda de la política nacional británica. Así se ha puesto al descubierto lo endeble del liberalismo económico y social de la UE y también lo superficial de la política modernizadora de los conservadores bajo el primer ministro David Cameron. Las repercusiones de las dos votaciones van más allá de lo que concierne al RU o incluso la UE. Han aparecido de nuevo los viejos fantasmas del socialismo y el nacionalismo, no solo en nuestros pagos sino ya antes en Estados Unidos. La libertad vigilada que parecía permitirnos dormir a pierna suelta en el mundo occidental ha resultado una pesadilla de la que no sabemos cómo escapar, para alarma de cuantos amamos la libertad.
LA RESACA TRAS EL REFERÉNDUM. La opinión antieuropea en el RU podría resumirse en una frase: recobrar a cualquier costa el control de sus leyes, sus fronteras y sus dineros, según era la frase que oí repetida sin cesar. Una gran mayoría de los británicos, incluso entre los que votaron permanecer en la Unión, veía con disgusto la implacable imposición de normas europeas. La hostilidad frente a las directivas que trasponer y los reglamentos que obedecer, dictados por las instituciones de la UE, era muy profunda, por el desprecio que suponía hacia la Cámara de los Comunes, «madre de todos los Parlamentos». También las sentencias del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, en su mayoría centralizadoras, se veían como desacato de la justicia británica, tan apreciada por sus tradiciones y buen hacer. Especialmente el mundo económico estaba muy quejoso de la imposición de normas laborales que obstaculizaban el buen funcionamiento del mercado de trabajo, menos intervenido y sindicalizado que el del continente desde que Margaret Thatcher hizo limpieza.
Los trabajadores, en cambio, se quejaban de la competencia de inmigrantes venidos de Europa del este, que gozaban de entrada libre y acceso a los servicios sociales en casi igualdad de condiciones con los nacionales. Reclamaban airados el control de la inmigración. Tan profundo era ese sentimiento que no prestaban atención a las necesidades de mano de obra extranjera en la City de Londres y en los servicios sociales, especialmente en el Servicio de Salud, donde el 24% del personal médico es extranjero. También olvidaban los peligros que el brexit suponía para los jubilados residentes en el extranjero, especialmente en España; y había razones humanitarias para permitir la permanencia de los ciudadanos europeos desde largo tiempo instalados en el RU.
Por fin estaba la cuestión de los dineros. Es una suerte para los que usamos el euro el que la libra esterlina se haya mantenido independiente. ¿Se imaginan lo que habría pasado con nuestra moneda común si la crisis del RU en 2016 hubiera ocurrido con la libra dentro? La cuestión para los brexiteros no era pues la moneda, sino los servicios financieros de la City. Los europeos hacía tiempo que estaban intentando desplazar el centro financiero de Londres a Fráncfort, París, o ¡Madrid! No acababan de conseguirlo. El voto proeuropeo de Londres en parte reflejaba el deseo de no perder una actividad tan lucrativa. Las cuestiones de dinero no paraban ahí. Quedaba lo que el RU pagaba neto a Bruselas. Durante la campaña del referéndum hubo exageraciones que rayaron en la mentira: se dijo que la contribución a la UE equivalía al coste de un hospital por semana. El brexit podía ser financieramente positivo.
Esta diversidad de opiniones e intereses se ha reflejado en el resultado de las recientes elecciones. Theresa May y los antieuropeístas entre los conservadores querían una negociación dura: «Brexit is Brexit», repetía la primera ministra como una letanía. Por eso convocó elecciones, para reforzar su postura con una gran mayoría en el Parlamento. No la consiguió, lo que es un reflejo de las divisiones que el referéndum, con su sencilla pregunta, le escondió.
EL COMPLICADO MENSAJE DE LAS GENERALES. La decisión de los británicos de salirse de la UE no tiene marcha atrás, pues el respeto por la democracia es allí demasiado firme. Las cosas no son como en Bruselas, donde, tras perderse un referéndum, se convoca otro hasta que la respuesta sea la correcta; o se aprueba por otros medios, como ocurrió con la nonata Constitución europea.
Sin embargo, las opiniones sobre qué hacer y qué conseguir en las negociaciones están muy divididas. Se ha visto en las recientes elecciones. El Partido Conservador ha quedado dividido, como desde hace años lo está sobre la cuestión europea (una división agudizada por el magro resultado de la consulta). Hay un sólido grupo proeuropeo entre los diputados ingleses. A ellos se añaden los diputados conservadores venidos de Escocia, que quieren conservar la Unión con Inglaterra y también mantenerse en la UE. Han dado el alto a los nacionalistas escoceses, que reclamaban otro referéndum para separarse del Reino Unido. Los nacionalistas han perdido 19 diputados y la hegemonía absoluta; los conservadores han pasado de uno a 13, bien por delante de los laboristas. Estos escoceses, aunque pertenezcan al mismo partido que May, difícilmente estarán a favor de lo que se ha llamado un brexit duro.
La lideresa de los conservadores escoceses es Ruth Davidson, una mujer enérgica y con sentido del humor, que está preparando una boda civil con su compañera de algún tiempo. Esto dificulta el acuerdo de Theresa May con los Demócratas Unionistas de Irlanda del Norte. Este partido, que fundó el notorio Ian Paisely, ha pasado de ocho a 10 escaños, que son los que necesita la señora May para gobernar con una mayoría de tres. Pero, pero… esos diputados son profundamente tradicionales en materia de costumbres personales y Davidson ha avisado a May que se cuide mucho de ceder en cuestiones de divorcio, matrimonios del mismo sexo y aborto. Los laboristas están triunfantes, pese a perder las elecciones y piden la dimisión de la primera ministra. Una de las claves de las elecciones ha sido el voto socialista de la juventud. El discutido Jeremy Corbin ha conseguido 31 diputados más, tras una campaña de socialismo viejo y pacifista, con promesas de aumentar los impuestos a los ricos, de renacionalizar los ferrocarriles, de perdonar las deudas a los estudiantes universitarios, de gastar todos los millones que haga falta para salvar el Servicio Nacional de la Salud. Respecto a Europa, su postura no es la de echarse atrás en la salida, sino en exigir que el brexit no suponga ninguna reducción de los «derechos» de los trabajadores. Ha conseguido nada menos que 12,8 millones de votos frente a los 13,7 millones de la señora May. De lo que esto tristemente significa hablaré enseguida, pues no crean que May está libre de impulsos intervencionistas y antimercado.
Con todos estos colores y sabores la predicción de cómo vayan a acabar las negociaciones con Europa es singularmente difícil, porque ambas partes son de armas tomar. He descrito la división de opiniones en el RU. Por su parte, los burócratas de Bruselas no están dispuestos a perder poder y se sienten respaldados por los idealistas que buscan construir unos Estados Unidos de Europa. No es imposible que de todo esto resulte un divorcio duro y hostil. Yo, que tengo un pie a cada lado del canal de la Mancha, lo lamentaría especialmente. Solo faltaba que me pidiesen un visado para ir a dar clase a la Universidad de Buckingham todos los veranos.
LA ESPERANZA PERDIDA. Cuando vi la alarma que levantaba el resultado del referéndum del año pasado, escribí un trabajo en la revista del Institute of Economic Affairs subrayando el posible lado positivo de la decisión. El RU podía verse obligado a competir y triunfar en el mercado mundial. No había que preocuparse demasiado por el comercio de mercancías: los aranceles de hoy son mínimos; el continente tiene un gran superávit en sus intercambios con el Reino Unido, que no le convendría estropear. En materia de servicios financieros, bastaba con que las casas de Londres y Edimburgo obtuviesen el llamado «pasaporte financiero» para operar al otro lado del canal. El asunto de los europeos domiciliados en el RU y de los británicos en España, Francia e Italia era más peliagudo, pero con buena voluntad… Entonces Inglaterra, con sus universidades, sus plazas financieras, sus fábricas renovadas, su idioma americano podría convertirse en un Hong Kong en grande.
Vanos sueños, me temo. Se equivocan quienes creen que Inglaterra siente la nostalgia del imperio. La memoria de haber sido la Reina de los Mares por lo menos serviría para ocupar un puesto destacado en el conquistar el mundo de la ciencia, el comercio, las finanzas. Por desgracia, los brexiteros liberales son una minoría. Theresa May es lo que tradicionalmente se ha llamado «a little Englander». Solo habla de corregir los defectos del capitalismo, de reindustrializar el país, de colocar representantes de los trabajadores en los consejos de administración de las grandes compañías, de aumentar los impuestos a los ricos, de controlar la entrada de extranjeros. Los crueles golpes asestados por los terroristas no han hecho sino agudizar el deseo de encerrarse en las islas.
El renovado laborismo no es tal, es socialismo del tipo que ha fracasado en todas las partes del mundo desde que Carlos Marx y Friedrich Engels escribieron el Manifiesto Comunista en 1848. Es una cantinela incansablemente repetida por los intelectuales y los políticos progresistas. Cada vez que toma el poder algún Gobierno socialista, se oyen exclamaciones de alborozo porque finalmente la humanidad da un paso hacia una sociedad más justa. Llegado el inevitable fracaso, no solo en Cuba, la Unión Soviética o Venezuela, sino en la Suecia socialdemocrática, o en Francia y España, se oye por doquier «no es esto, no es esto» y se pide algo más profundo y auténtico.
Ocurre también que, por desgracia, la respuesta que los defensores de la economía competitiva y mercantil ofrecen a las ilusiones populistas de utópicos jóvenes y mayores no es sino un capitalismo administrativo y vigilado: una sociedad gobernada por el principio de precaución ante las innovaciones, obsesa con la defensa de los trabajadores bien capaces de defenderse solos, empeñada en protegernos de la cuna a la tumba —no me atrae nada. Casi estoy por convertirme en BH brexitero’ y sea lo que Dios quiera.