Resulta siempre sano filtrar lo que nos dicen los medios de comunicación con media dosis de escepticismo y otra media de sentido común. Según todos los indicios, la supuesta colusión entre el Gobierno de Rusia y Trump es tan creí- ble como las armas de destrucción masiva de Irak; es decir, una patraña, una invención, una infantilidad, una estupidez, humo; por lo que la victoria de Trump en las urnas (o más bien, la derrota de la eterna aspirante Clinton II) ha sido absolutamente legítima, “democrática”, por utilizar la palabra fetiche preferida por nuestra clase política. Por lo tanto, nos encontramos ante una inmisericorde campaña de desprestigio destinada a domar al novato, paralizar su acción política o incluso subvertir el resultado de las urnas en un golpe de Estado encubierto.
El establishment o poder permanente en la sombra, que en EEUU manda mucho, está en pie de guerra. Obama (san Barack para los medios) ha sido un presidente marioneta modélico, simpático, no ejecutivo y completamente inocuo, un paradigma de corrección política que se dedicaba sobre todo a sonreír y a ofrecer elocuentes discursos, a bajar la escalerilla del Air Force One dando saltitos como si estuviera haciendo jogging y a aparecer en mangas de camisa con apariencia despreocupada. Sólo de cuando en cuando actuaba como CIO (Chief Ideological Officer) de una Administración tremendamente ideologizada.
Trump es un presidente independiente (que es su rasgo más peligroso a ojos del establishment) y con un expediente bastante limpio (nada turbio le han encontrado en sus actividades inmobiliarias) que, para colmo, pretende actuar de CEO del país, algo que al establishment le resulta tan inaceptable como frustrante: en vez de tener una presidenta con multitud de cadáveres en el armario (que habría sido fácilmente manejable), se ha encontrado con algo incomprensible y aterrador que para ellos es lo más parecido a La Cosa.
Trump tiene cuatro grandes enemigos. Su primer y peor enemigo es él mismo: adolece de la habitual patología del poder, resulta cansinamente jactancioso, farolero y sorprendentemente imprudente para una persona de su edad y experiencia. Sin embargo, los mismos medios que de forma pueril diagnostican al actual presidente los 297 desórdenes mentales del DSM-V (el Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales), pasan por alto el narcisismo extremo de san Barack o la arrogancia elitista de Clinton II, quien se creía por encima del bien, del mal, de la ley y de sus conciudadanos.
El segundo enemigo de Trump es ese mismo establishment vagamente conocido como Washington D.C., que incluye a la nomenklatura (políticos profesionales y beneficiarios del capitalismo de amiguetes), al aparato burocrático y a las agencias de (supuesta) inteligencia. Esta enemistad es lógica: Trump ha ganado como un outsider que afirma querer limpiar Washington D.C. (“drenar la ciénaga”), ha prometido reducir drásticamente el número de regulaciones, congelar la plantilla de la Administración federal y poner mayor coto a la acción de los lobbies. Respecto a las agencias de inteligencia, Trump cometió el atrevimiento de criticarlas y sugerir un acercamiento a Rusia (que sería ciertamente beneficioso para la paz mundial) y el fin de la adicción del Departamento de Estado a cambiar regímenes extranjeros considerados hostiles a los “intereses” estadounidenses. Sin embargo, esto es anatema para el complejo militar-industrial contra el que nos previno el Presidente Eisenhower, ese aparato de poder y dinero que exige tener un enemigo de altura: Rusia, por inercia histórica, es el candidato ideal. Pero, ¿dónde radica hoy exactamente esa amenaza rusa? Desde la caída del comunismo soviético, Rusia no aparenta tener una voluntad hegemónica ni posiblemente tenga capacidad para ello, y es una aliada en la lucha contra el islamismo radical. Una cosa es poner límites a los abusos de poder rusos hacia sus vecinos de Europa del Este, o discrepar respecto del equilibrio de poder adecuado en Oriente Medio, y otra muy distinta aislar y provocar a Rusia como nunca se hizo con la agresiva y expansionista URSS. ¿Y cómo comparar en justicia la hostilidad hacia Rusia con la deferencia mantenida hacia otros regímenes aún menos escrupulosos con las libertades como China y Arabia Saudí, por citar dos ejemplos, que parecen ser “best friends forever” de un Occidente sumisamente calladito ante cualquier mención a los derechos humanos, la libertad religiosa o la exportación del integrismo?
Vorágine demócrata
El tercer enemigo de Trump es el Partido Demócrata, que, trastadas del lenguaje, está demostrando ser tan poco demócrata como la difunta República Democrática de Alemania, la dictadura comunista de la Alemania del Este (1949-1990). Los demócratas aún no han aceptado su enorme derrota de hace unos meses, en la que los republicanos no sólo recuperaron la Presidencia, sino que mantuvieron, con escasos cambios, la mayoría absoluta en Congreso y Senado (¿también se aliaron con Rusia todos los senadores y congresistas republicanos?). La pretendiente al trono de la dinastía Clinton, que ganó las primarias torticeramente ayudada por el aparato del partido pero fue incapaz de ganar las elecciones a pesar de tener prácticamente al 100% de la prensa a su favor, ha acusado de su derrota a todo el mundo menos a ella misma. Esta falta de aceptación del resultado electoral puso en marcha una vorágine (“pasión desenfrenada o mezcla de sentimientos muy intensos; aglomeración confusa de sucesos, de gentes o de cosas”): se sugirió que los miembros del Colegio Electoral no respetaran el voto de sus electores, se organizaron rabiosas manifestaciones con episodios de violencia y se boicotearon repetidas veces conferencias de partidarios de Trump en varias universidades (como aquí, al estilo leninista). Luego se acusó fugazmente a Rusia de haber trampeado los resultados hackeando el sistema informático y ahora se le acusa, sin decir cómo ni aportar prueba alguna, de haber sugestionado a los votantes por arte de birlibirloque con la complicidad del equipo de Trump (permítanme un comentario irónico: sólo el establishment estadounidense estaría moralmente legitimado para influir en procesos políticos de otros países).
El último enemigo de Trump son los medios de comunicación, cuya triste y generalizada decadencia no justifica su palmario olvido de las normas más básicas de objetividad y respeto por la verdad. De hecho, más que derrotar a su contrincante (que se derrotó a sí misma), a quien derrotó estrepitosamente Trump fue al cuarto poder, que se está vengando porque no tolera a un presidente que sin temor alguno pone abiertamente de manifiesto la frecuente impostura, ideologización y carencia de rigor de los medios.
Ignoro si el establishment logrará sus fines con este cuento de obstrucción a la justicia de un caso quimérico o si, como es más probable, se conformará con arrastrar en el tiempo la sombra de la sospecha con acusaciones cuanto más vagas mejor. Yo preferiría que acabara ya el lamentable espectáculo que ofrece EEUU, país al que admiro, y que se juzgara al presidente por sus políticas. Que se le alabara, por ejemplo, por querer reducir las regulaciones, los impuestos y el tamaño del Estado, por ser provida y asegurar una mayoría del Tribunal Supremo contraria a la ingeniería social destructora de la familia, por poner cierto freno a la disparatada histeria del cambio climático o por combatir con firmeza al Estado Islámico y promover la distensión con Rusia.
Y también, cómo no, que se le criticara por su peligrosa deriva proteccionista, por sus simplismos falaces respecto al problema de la pérdida industrial de EEUU (¿están dispuestos los compradores de coches americanos a pagar precios más altos para subvencionar a los trabajadores de Michigan?), por sus incoherencias y constantes faroles. Necesitamos, sin duda, más serenidad y más seriedad. Pero que se esté linchando sin ningún pudor a un presidente democrá- ticamente elegido en una democracia tan admirable como la estadounidense debe preocuparnos a todos.