Los banqueros centrales están metidos en un lío. Las actas de la Fed (Reserva Federal de EEUU) demuestran que son una minoría los consejeros que piensan que su economía está lo suficientemente fuerte como para empezar a subir los tipos de interés en junio. La mayoría se inclina por hacerlo en septiembre o más tarde. Lo único seguro es que su presidenta, Janet Yellen, cree que la subida se hará este año.
El dilema es enorme: cada vez que se habla de subida de tipos, las bolsas y los mercados de renta fija se ven sacudidos. La economía de EEUU ha superado la crisis gracias a un tipo de interés bajísimo, que se fijó en un 0,25% el 16 de diciembre de 2008, hace más de seis años.
Ante el agotamiento de la política monetaria clásica y para no hacer como Alicia y pasar a través del espejo para implantar tipos negativos, la Fed recurrió a la política monetaria no convencional y desarrolló tres ediciones del Quantitative Easing (QE, en español expansión cuantitativa) entre noviembre de 2008 y octubre de 2014 que ampliaron su balance con 4,5 billones de dólares en activos, casi un 30% del PIB estadounidense.
Ahora, Yellen tiene que desmontar el castillo y la tarea no es fácil. Una subida de tipos inapropiada no sólo puede desencadenar el derrumbe de los precios de los activos cotizados, sino que ocasionará un flujo monetario hacia EEUU. Y aunque los datos de empleo son positivos y la ralentización del crecimiento parece tener motivos estadísticos, también es cierto que la apreciación del dólar penaliza su balanza comercial.
Así que el dilema no se ha resuelto. Se pensaba que los tipos subirían en junio en Estados Unidos y hoy está casi descartado. A medida que transcurra el resto del año, la presión sobre Yellen será máxima. Todo lo que le pase a la Fed le sucederá de manera parecida al Banco Central Europeo (BCE). Aunque el QE anunciada por Mario Draghi es apenas la cuarta parte de la estadounidense (1,1 billones de euros hasta septiembre de 2016), el mercado se acostumbra rápido a vivir con el dopaje monetario.
El QE europeo, aunque tarde, está dando un respiro. Los vientos de cola que generan la depreciación del euro y el relajamiento fiscal, unido a la caída del precio del petróleo, están maquillando los problemas de la Eurozona. La decisión del BCE, combinada con el inminente cambio de la política monetaria de EEUU, ha movido las placas tectónicas de la política monetaria. Desde enero, según BBVA Research, los bancos centrales han adoptado 27 decisiones de bajada de tipos y dos de subida. Países como Suecia se han internado al otro lado del espejo de Alicia y han reducido tres veces sus tipos de interés y ya aplican un -0,35.
El QE ha hecho que ciertos títulos de deuda pública ofrezcan rentabilidades negativas, aunque muchos expertos creen que esto no ha sido más que el efecto de que hay operadores que compran forzados porque están pegados a un coeficiente inversor.
¿Por qué estos potentes QE no han provocado inflación? Esta es la pregunta que irrita a los monetaristas y hace felices a los keynesianos. Unos piensan que estamos en aguas no cartografiadas, otros que el exceso de capacidad de las economías desarrolladas impide un brote inflacionario. Otros creen que vivimos en un mundo cuya composición social y económica no tiene precedentes históricos: nunca tanto dinero estuvo en manos de tanta gente envejecida.
Pero existe otra alternativa que se ha citado a raíz de la subida del IPC subyacente durante el mes de abril en Estados Unidos: puede ser que estemos tomando la temperatura inflacionaria en el sitio equivocado. En España tuvimos un caso de libro: la burbuja inmobiliaria. La vivienda no cuenta en el IPC porque se la considera una inversión. Años en que su precio subió un 100%, el IPC español no pasó del 4,2%. Estaba claro que había una inflación desbocada en los activos inmobiliarios, pero los medidores no la veían. Algo similar ocurre ahora con los activos bursátiles y la deuda.