Asistimos a una constante manipulación del lenguaje para etiquetar puerilmente los comportamientos que son buenos y los que son malos. Un ejemplo de ello es todo lo que concierne al verbo especular. Recuerdo como uno de los más grandes empresarios españoles de todos los tiempos rechazaba totalmente la connotación peyorativa del término especulación. Precisamente él, quien, por cierto, debería ser ejemplo a estudiar en los colegios españoles por haber creado miles de empleos y mucha riqueza, pagando millones en impuestos y a la Seguridad Social, nunca aceptó que se criminalizara a quien arriesga comprando barato para posteriormente vender más caro. Y tenía razón. De acuerdo a la definición de la RAE, especular es en sentido económico esto: “Efectuar operaciones comerciales o financieras con la esperanza de obtener beneficios aprovechando las variaciones de los precios o de los cambios”. ¿No es esa una forma lícita de invertir? Ningún inversor, sea grande o pequeño, deposita su dinero con la expectativa de perderlo.
El uso manipulativo y despectivo que se realiza constantemente de esa palabra hace que el término especular, y no digamos ya la acción, sirva no para describir una forma de invertir, sino para desprestigiar, despreciar y enunciar todo tipo de consecuencias infernales. Los ejemplos son numerosos: “Las políticas de especulación que arruinan el campo”, “da pista libre a la especulación urbanística”, “lucha contra la especulación en la vivienda”, “las inversiones en fondos de pensiones son casi siempre puramente especulativas, arriesgadísimas y muy peligrosas”, etc. Evidentemente, quienes más tergiversan estos conceptos son los nuevos populistas. Estos grandes amigos de la fraternidad, la igualdad y la justicia son los que, en lucha heroica contra la “especulación”, ya avisan de en qué consiste su método: “si no hay dinero en lo público, habrá que tirar (entiéndase confiscar en el más viejo estilo leninista) de lo privado”. Estamos, por tanto, ante la vieja metodología de una muy vieja ideología: despreciar por completo, y saltarse sin ningún miramiento, el respeto a los derechos que han hecho grandes, justas y prósperas a las democracias avanzadas y que han sostenido la convivencia y el progreso de Europa en los últimos siglos. Por cierto, unos derechos que todos estamos obligados a defender sin ningún tipo de complejos: la libertad individual, el ahorro (o capital) privado como motor de la inversión, es decir, de la creación de riqueza y de empleo, o la propiedad privada, además de la imprescindible seguridad jurídica.
En una palabra, con el término “especulación” se hace lo mismo que se hace con la idea y el nombre de “empresario”. En general, determinados grupos ideológicos, y numerosos medios de comunicación que les bailan el agua, lo siguen utilizando unido a calificativos altamente negativos, incluso cuando de quien se habla es de un alto directivo y no de un empresario, cosas que son, por naturaleza y cualidades, muy distintas. Es más, cuando se quieren destacar las cualidades positivas de un empresario, entonces se le llama “emprendedor”. Eso ocurre, normalmente, cuando una empresa es joven y de reducido tamaño. Pero, en cuanto un empresario logra, con gran esfuerzo y sacrificio, crecer y tener éxito, entonces ya no goza del paraguas protector del “emprendimiento” y pasa a convertirse directamente en un vampiro. En fin, curiosidades de la existencia. De forma parecida, cuando a alguna actividad del dinero se le quiere dar aura de pulcritud y de acción positiva, entonces se le ponen por delante o por detrás los adjetivos “social”, “solidario”, “colaborativo”. Y con eso ya está “redimida” y queda salvada de las penas del infierno. Se puede dar un ejemplo muy bonito: en un pequeño pueblo de Cantabria se ha instalado recientemente un radar “solidario” (?), por supuesto para multar, pero ese radar multa con una finalidad “solidaria”, lo que seguramente transmitirá sensaciones muy placenteras, ya que, al parecer, el 40% de lo recaudado “se destina a fines sociales”, según manifiesta el ufano alcalde del Partido Popular. Seguro que, en esto, cundirá pronto el ejemplo y lo consensuarán y lo aplicarán todos los partidos corriendo. ¿Veremos también radares “solidarios” para financiar el despilfarro?
Tonterías al margen, algo deberíamos tener claro: si seguimos sin combatir todas estas demagogias, vengan de izquierdas o de derechas, no tendremos derecho a quejarnos cuando, quizá más pronto que tarde, ciertos nuevos profetas traten de “intervenir” fondos y ahorros de ciudadanos –o fábricas– para destinarlos a “fines solidarios o colaborativos”, destino que, por supuesto, decidirán los “comisarios políticos” de turno con la justificación de que se ha agotado el dinero público.
En el fondo, el problema grave no viene de tergiversar y desfigurar la acción de “especular” (cuando es sano que alguien corra riesgos de manera lícita y compre y venda lo que quiera asumiendo también la posible pérdida), ni tampoco viene de querer castigar a aquellos ciudadanos –que, por cierto, son muchos y no todos hacendados– que tienen la osadía “impensable” de ahorrar. El problema grave está en la influencia que ejercen, sobre algunos partidos, ciertos dogmas –enquistados– en ideologías trasnochadas, en filosofías falsas y obsoletas, y en experiencias refutadas por los hechos y la historia. Ideologías y partidos que lo único que han conseguido es el reparto de la pobreza, la amargura y la desesperación en los países en los que han llevado a cabo, y siguen llevándolo, tan funesto experimento. ¿Reaccionaremos a tiempo?