Siempre es arriesgado hacer predicciones sobre la evolución de la economía. Y esto resulta especialmente cierto en el momento actual. 2023 se presenta, en efecto, como un año pleno de incertidumbre. Pero es posible hacer algunas valoraciones sobre las principales variables que afectan a la economía internacional. Y, sin lanzar las campanas al vuelo, parece que ésta puede acabar teniendo un comportamiento mejor que el que se preveía hace pocos meses.
2022 ha sido el año de la inflación. Los índices de precios en la mayor parte de los países han crecido a tasas que no habíamos visto desde hace cuatro décadas. Y en 2023 la inflación va a seguir siendo una de las mayores amenazas al buen funcionamiento de las economías occidentales. Pero es un problema que tiene una solución clara: una política monetaria que corrija los errores en los que han incurrido los bancos centrales con políticas demasiado expansivas durante demasiado tiempo. Los bancos centrales, en especial el BCE, han tardado en reaccionar; pero parece que, por fin, han adoptado estrategias que pueden ser efectivas para recuperar su credibilidad en su función de garantizar la estabilidad de sus monedas y generar expectativas de que realmente van a controlar la inflación. Sin embargo, esto va a tener efectos negativos sobre el crecimiento económico a corto plazo. Lo que los datos disponibles indican es que la reducción de esta variable no va a ser tan fuerte como se preveía; y que incluso una pequeña recesión podría ser asumida sin graves dificultades.
La clave de lo que finalmente suceda en 2023 radica en si los bancos centrales van a aplicar realmente una política antiinflacionaria durante el tiempo suficiente o si van a quedarse a mitad de camino por temor a los efectos que su estrategia pueda tener en la evolución del PIB. Creo que tal decisión puede determinar en buena medida el comportamiento de la economía a lo largo del presente año.
La experiencia nos enseña que uno de los efectos más habituales de una tasa baja de crecimiento -y más aún de una recesión- es el aumento del paro. Pero una de las peculiaridades de la actual crisis es lo bien que se ha comportado el empleo en la gran mayoría de los países. En el tercer trimestre de 2022 la tasa de paro de la OCDE fue sólo del 4,9%, bajando una décima de punto con respecto al trimestre anterior. Y un número significativo de países (Estados Unidos, Japón, Alemania, Gran Bretaña o Países Bajos, por citar sólo los más relevantes) presentaban en los últimos meses del año tasas de desempleo entre el 3% y el 4%. Incluso España, con unos resultados mucho peores y la tasa de paro más alta de Europa (12,4 % el pasado mes de noviembre, de acuerdo con las cifras oficiales, hoy bastante cuestionadas) parece haber evitado que la situación del empleo se deteriorara aún más y resulta claro que no hemos llegado a las altísimas tasas de pasadas crisis.
¿Por qué ha sucedido esto? No creo que nadie haya dado una respuesta plenamente satisfactoria a esta pregunta. La reducción que han experimentado los salarios reales, al crecer los monetarios por debajo de la tasa de inflación, ha incentivado, ciertamente, a las empresas a mantener el empleo. Pero a esto habría que añadir un comportamiento más positivo de lo esperado de las expectativas, muy difícil de valorar. La reacción de los salarios a su pérdida de poder adquisitivo va a condicionar el funcionamiento del mercado de trabajo a lo largo del año.
Y no se puede olvidar que siguen existiendo serias amenazas para la economía en 2023. Algunas son muy difíciles de estimar; por ejemplo, lo que ocurrirá en la guerra de Ucrania. Pero otras reflejan debilidades estructurales de las economías en muchos países. Y las más relevantes se encuentran en el sector público. Nos encontramos ante niveles de endeudamiento público extraordinariamente altos, cuyos efectos hasta ahora los bancos centrales han enmascarado. Pero si, como hemos visto, estos siguen tomando en serio la lucha contra la inflación, dejarán de acumular en sus activos ingentes cantidades de deuda pública y de financiar los déficits públicos de muchas naciones. En tal caso, los gobiernos de los países más endeudados -entre los que, por desgracia, se encuentra España- tendrán que tomar, por fin, medidas serias para sanear sus finanzas públicas. Y no cabe duda de que algunos se van a resistir. La evolución del déficit público español, por ejemplo, es muy preocupante, no sólo por lo elevado de sus cifras, sino también porque no se plantean las medidas necesarias para solucionar el problema.
Una conclusión es evidente. Dada la incertidumbre y los desequilibrios existentes, es necesario cambiar ya el rumbo de la política económica y sentar las bases para una futura recuperación. Los efectos de la crisis, a medio y largo plazo, serán más duros para los países que no lo hagan.