Inquisición fiscal
19 de octubre de 2015
Por admin

El año pasado, 3.415 ciudadanos de Estados Unidos renunciaron a su nacionalidad. El Departamento de Estado se ha visto por sorprendido por un número creciente de solicitudes de personas que manifiestan no querer seguir siendo norteamericanas; y ha afirmado que ha tenido que destinar más personal al organismo encargado de gestionar la correspondiente documentación. Y, pensando seguramente en que el aumento de la demanda hace subir los precios, ha elevado la tasa que cobra por este concepto de 450 a 2.350 dólares. Pero esto no ha servido, desde luego, para cambiar la tendencia; y, sólo en el primer trimestre del año actual, 1.335 hombres y mujeres han solicitado formalmente dejar de ser ciudadanos de Estados Unidos.

Nadie duda, por tanto, que en el mes de diciembre la cifra habrá superado ampliamente la del año anterior. Si consideramos que en la década 2000-2010 el número medio de personas que presentaba tal solicitud estaba por debajo de 500, hay que concluir que algo ha ocurrido para que las salidas estén creciendo de la forma en la que lo hacen.

El hecho resulta más sorprendente aún cuando observamos que millones de personas desean obtener un permiso para residir en Estados Unidos y que, para muchos, conseguir la nacionalidad es un auténtico sueño. ¿Por qué, entonces, quienes ya la tienen piensan que se ha convertido en una carga más que en un beneficio para su vida y quieren librarse de ella? Podríamos suponer que tras esta decisión hay motivos políticos que les mueven a romper con su país de origen; o que el sólido patriotismo estadounidense sufre una grave crisis. Pero se equivocaría quien creyera tal cosa. Los que renuncian a su nacionalidad no son radicales ni conversos al estado islámico que acusan a Estados Unidos de ser la fuente de todos los males del mundo. No, la causa de estas decisiones es bastante simple y se explica con sólo dos palabras: Hacienda pública.

Muchos estadounidenses que residen en el extranjero están hartos de la persecución a la que les someten las autoridades fiscales de su país. La aprobación en 2010 de la Foreign Account Tax Compliance Act obliga a los ciudadanos estadounidenses que viven en el extranjero a ofrecer información detallada a las autoridades fiscales de todos sus activos e ingresos, aunque paguen impuestos por ellos en la nación en la que residen. Y el no cumplimiento de esta norma tiene como efecto la imposición de duras sanciones. Además, la obligación de agrupar –para la Hacienda de Estados Unidos– la totalidad de las rentas que un estadounidense obtenga en cualquier país del mundo –aunque tenga su domicilio en el extranjero– ha supuesto, en algunos casos, una mayor carga fiscal para los contribuyentes. La exigencia de datos de todo tipo y las amenazas a los bancos que no suministren la compleja información que requiere la Hacienda estadounidense han llegado a tal nivel que algunas instituciones financieras, en diversos países, ponen dificultades a los ciudadanos de Estados Unidos que quieren abrir cuentas o realizar operaciones de otro tipo con ellas.

IMPUESTO DE SALIDA

No es sorprendente, por ello, que muchas personas piensen que el Gobierno estadounidense ha ido mucho más allá de lo que es aceptable y hayan decidido convertirse en ciudadanos de otro país. Pero entonces se encuentran con la guinda del paste: una disposición que establece un “impuesto de salida”, en forma de un gravamen de plusvalía que se cobra cuando el contribuyente vende las propiedades que tenía el país cuando decide marcharse.

La Administración de Estados Unidos no es, ciertamente, la única que ha adoptado, en los últimos años, actitudes muy agresivas hacia los contribuyentes. La impresión de que, ante la Hacienda pública, una persona es culpable mientras no demuestre su inocencia y la idea de que, en temas fiscales, la carga de la prueba no corresponde a quien acusa sino a quien es acusado se ha convertido, por desgracia, en algo habitual en muchas partes del mundo. Pero a quienes admiramos mucho de la historia y de la actual sociedad de Estados Unidos nos resulta sorprendente que un país que ha hecho de la libertad su bandera en tantas ocasiones haya llegado a estos extremos.

Hace ya más de dos siglos, Adam Smith hacía mención, en La Riqueza de las Naciones, al caso de aquellas personas que son ciudadanos del mundo y están dispuestos a trasladarse a otro país si en el suyo propio tienen que sufrir una “inquisición continua y vejatoria” por parte de las autoridades fiscales. Varios miles de ciudadanos estadounidenses han decidido dar el paso, a pesar de los costes que una decisión como ésta suponen siempre para la persona que la toma. No sé lo que pensará de ellos el Departamento del Tesoro de Estados Unidos. Pero, desde luego, tienen todo mi respeto y toda mi simpatía.

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