Siempre me han sorprendido los criterios que se utilizan para medir la pobreza, que suelen basarse, al menos en Occidente, no en la renta real de la gente, sino en la posición relativa de dicha renta en el conjunto de la población del país. Así se considera pobre a quien no alcanza un X por ciento del valor medio o mediano de los datos estadísticos. Por tanto, más que la pobreza se mide la distribución de la renta. Y este método de cálculo puede hacer que una persona con una renta de, por ejemplo, 800 euros, que en un momento determinado no era considerada pobre, pase a serlo aunque sus ingresos y su nivel de consumo hayan permanecido constantes, si la renta media del país ha aumentado.
En los últimos años se ha popularizado un nuevo concepto, el denominado “riesgo de pobreza”, que tiene poco que ver con lo que un economista considera que es un riesgo, es decir, la probabilidad de que se produzca un hecho determinado; en nuestro caso, que alguien caiga en situación de pobreza. De acuerdo con la Estrategia Europa 2020, una persona está en riesgo de pobreza si sus ingresos son inferiores al 60% de la renta mediana, si en su hogar es muy baja la intensidad de trabajo o si tiene carencia severa en algunos consumos, entre los que se encuentran, por ejemplo, no poder irse de vacaciones una semana al año, no poder disponer de un coche o retrasarse en el pago de la hipoteca o el alquiler.
Se insiste así en utilizar la renta relativa como primer criterio; si bien ahora se establecen unos indicadores objetivos, algunos muy lógicos (como los referidos a la comida o la calefacción) y otros bastante menos, como los tres antes apuntados. Creo, sin embargo, que tendría mucho más sentido centrarse en el poder de compra de la renta y en unos indicadores de consumo que realmente reflejaran la situación de una persona o una familia. ¿Por qué no se hace esto? Me temo que la razón es que, con tales criterios, saldrían menos pobres en la estadística, y esto parece que no interesa a nuestro actual Gobierno en pos de la justicia social.