Las Naciones Unidas han sido a menudo justamente criticadas por ser un club elitista en el que cinco de sus miembros poseen un poder infinitamente superior a cualquiera de los otros.
Es cierto. Estados Unidos, Rusia, China, Gran Bretaña y Francia son miembros permanentes lo que los convierte en la aristocracia cualificada de la organización. No sólo están permanentemente sentados en el órgano, el Consejo de Seguridad, en el que se toman las decisiones trascendentales, los otros diez miembros del mismo son elegidos por dos años, sino que además confortablemente apoltronados en el Consejo poseen la baza espectacular del veto. Es decir, que uno solo de ellos, si se discute cualquier tema sobre el que hay un consenso generalizado, puede ejercer su veto y la Organización queda paralizada, no está capacitada para aprobar una resolución.
Muchos integrantes de Naciones Unidas argumentan con razón que esos aristócratas imponen con el veto su ley contra la voluntad de la mayoría. Estados Unidos, a menudo amparando a Israel, y Rusia, en el caso de Siria o, simplemente haciendo un amago, en el de Kosovo traban la voluntad internacional en el ansia de apoyar a un gobierno amigo. Los ejemplos son variopintos, abundantes en Rusia y Estados Unidos, menores y más esporádicos en las otras tres potencias.
Resulta, sin embargo, que otros muchos estados hacen asimismo caso omiso de la voluntad internacional de forma más flagrante porque el veto, por obsoleto, elitista y antidemocrático que sea, está en la Carta de la ONU. Caso llamativo reciente de esta transgresión nos lo da Sudáfrica, país líder en su continente. Se celebraba allí una Cumbre de la Unión Africana y entre los asistentes se encontraba el presidente de Sudán Omar al Bashir. Está nada menos que reclamado por el Tribunal Penal Internacional para responder de acusaciones de genocidio. Muchos gobiernos africanos, ante los desmanes de dirigentes de países del continente, vienen alegando que el citado Tribunal es antiafricano, afirmación gratuita dada su composición, y cerraban los ojos ante el caso Bashir.
El gobierno de África del Sur, donde hay un poder judicial de reconocida independencia, ha ido más lejos. Aprobó antes de la Cumbre un decreto que concedía inmunidad a los asistentes y cuando varias organizaciones de derechos humanos reclamaron que se impidiera salir del país al sudanés y un magistrado finalmente fallaba en ese sentido, facilitaron la salida a la carrera de Bashir. Sin mayores explicaciones. Un comentarista no gubernamental ha argumentado que por razones geopolíticas el gobierno de Pretoria ha preferido crear malestar en su judicatura que antes que molestar a gobiernos africanos.
Lo que demuestra, cuando se ataca a las grandes potencias, que una cosa es predicar y otra dar trigo. El Tribunal Penal Internacional, de cuyo estatuto África del Sur es signataria, vale para otros casos pero no para los que afectan a mis amigos o a mi continente.