“¡Oh, hombres! ¡Oh pueblos! ¡Oh repúblicas! ¡Oh, reinos! Pendiente está vuestro reposo y felicidad de la ambición y el capricho de unos pocos”. Cuatro siglos han pasado desde que el diplomático y escritor Diego de Saavedra Fajardo (1584-1648) escribiera estas palabras y, sin embargo, con qué fuerza resuena su lamentación en la España de hoy.
En un momento en que nuestro país necesita una regeneración profunda, resulta desesperante y profundamente descorazonador la mezquindad y cortedad de miras de la política española, el paupérrimo nivel de debate, la exclusiva obsesión con el acceso al poder y la permanencia en el mismo, allá se vaya el país a pique.
Basta ya. Debemos despertar y reaccionar, porque nos enfrentamos a importantísimas amenazas. La primera de ellas, y de lejos la más grave, es la que presenta el acceso a las instituciones del nuevo partido leninista, tan siniestro e impostor bajo su tosco y sonriente disfraz populista. Es tan obvio que las ideas de sus dirigentes suponen una gravísima amenaza a nuestro sistema de libertades que quien lo niegue es sordo, ciego o tonto (o es un político dispuesto a pactar con el diablo para colmar sus ansias de poder). Los leninistas, por el momento estancados en alrededor del 15% de los votos, posiblemente ocuparán un tercer puesto en las elecciones generales. No obstante, la amenaza es muy seria: nunca había habido en nuestra democracia una formación de este peso con ideas propias de los peores totalitarismos del siglo pasado, que creíamos felizmente superados, ni con dirigentes que hasta hace muy poco proclamaban su admiración por sangrientos dictadores como Lenin o Mao o por la guillotina (“ese instrumento de justicia democrática”), mientras rendían zalamera pleitesía a caudillos sudamericanos especialistas en perpetuarse en el poder en los regímenes más corruptos y pobres de su región. No olviden que el leninismo, en la Historia, siempre ha sido una emboscada traidora: sustituye la sonrisa por la violencia en el momento en que alcanza el poder, cuando la propaganda ya no es necesaria.
La segunda amenaza a la que nos enfrentamos, y que alimenta la anterior, es el mantenimiento del statu quo por parte de los dos partidos políticos mayoritarios, malcriados durante demasiado tiempo por un sistema centrado en la felicidad de la oligarquía gobernante, enfangados en todo tipo de corruptelas y acostumbrados a acaparar y repartirse el poder en todas las instituciones, incluyendo la Justicia. No quieren cambiar nada, porque cualquier cambio pasa necesariamente por una disminución de su negociado. Ejemplo claro de esto lo tenemos en la inacción rayana en la abulia del actual presidente ausente. Sus extraños comentarios al resultado electoral muestran una total pérdida de realidad o una sorprendente falta de respeto a la ciudadanía; desgraciadamente, da la sensación de que, prescindiendo de los intereses del país e incluso de su partido, está centrado sólo en evitar convertirse en el primer presidente que no repite mandato.
La tercera amenaza no es nueva: se trata de la independencia de las regiones insurrectas o, en su defecto, de la continuidad en el tiempo de un problema enquistado desde hace cuatro décadas, y que ha detraído tanto tiempo, dinero y energía a esta nación.
Por último, existe una amenaza de índole económica, consecuencia del giro político que ya se está produciendo, que puede perpetuar la crisis, impidiendo una reducción de nuestra escandalosa e insoportable tasa de paro y agravando los episodios de pánico financiero que podríamos vivir de nuevo. En un entorno de una fragilidad extraordinaria, de un elevado endeudamiento y de escaso crecimiento en Occidente, lo que necesita España para superar esta Gran Depresión es, en primer lugar, estabilidad institucional y seguridad jurídica, más libertad y menos Estado, impuestos más bajos para todo el mundo, más capacidad de adaptación y menos rigidez normativa, más unidad de mercado y menos regulación, más libre competencia y menos hostilidad para la creación y desarrollo de las empresas. No podemos permitirnos repetir políticas económicas ineptas y trasnochadas que siempre han fracasado y que nos empobrecerán y endeudarán, en el peor de los casos, hasta la suspensión de pagos.
La realidad es que el partido actualmente repanchingado en el poder ha perdido una gran oportunidad de cambiar a mejor este país y prepararlo para un futuro mucho más exigente, de reforzar las instituciones y de limpiar podredumbres cuya causa está siempre en el exceso y arbitrariedad del poder político. Incapaz de comprender la profundidad de una crisis no sólo económica, sino política e institucional, no ha sabido salir de la mediocridad que, con escasísimas excepciones, caracteriza a nuestra clase política. Urge, por tanto, que el partido gobernante cambie radicalmente de equipo, empezando de manera obvia, casi axiomática, por su líder y adláteres. Necesitamos caras nuevas, líderes limpios y veraces, serenos pero decididos a actuar. El otro partido mayoritario necesita un liderazgo fuerte y sensato del que por ahora carece, pero mientras lo encuentra debe dificultar el acceso a las instituciones de los minoritarios leninistas. Hay que proponer entre todos una reforma institucional profunda que elimine las causas últimas de la corrupción y refuerce la transparencia y el imperio de la ley, partiendo de una efectiva separación de poderes, con una justicia independiente, eficaz e igual para todos.
El bipartidismo ha abusado de su posición dominante y las mayorías absolutas se han mostrado muchas veces contraproducentes para el interés nacional, porque el exceso de poder y la falta de alternancia son casi siempre malos. En democracia, las acciones (y las inacciones) deben tener consecuencias y no quedar impunes. En otros países, los responsables se van; aquí se aferran al cargo. Es lógico, por tanto, que se produzca una reacción, pero no un suicidio colectivo votando a una formación que, repito, supone un peligro evidente para nuestro sistema de libertades y de convivencia.
A pesar de todo ello, el por ahora presidente, esclavo de su inmovilismo y ensimismamiento, confiando en un inaceptable chantaje del voto del miedo, que creo no le va a funcionar (ni debiera hacerlo), se aferra al poder. Sus lugartenientes le sobrevuelan en círculos sin comprender que están tan inhabilitados como su jefe para sucederle. El inseguro líder del otro partido mayoritario, con una carencia de profundidad y de ideas verdaderamente notable, anda frenético por tocar algo de poder a toda costa, aunque el país se vaya al garete. Esto no puede continuar así.
Es tiempo de estadistas, no de oportunistas. España está en la encrucijada.