La fuerte oposición que han suscitado en Europa las negociaciones para la creación de la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (TTIP por sus siglas en inglés) pone de manifiesto, una vez más, lo que le cuesta a gran parte de los ciudadanos, y a los políticos, europeos entender las ventajas que, en términos de empleo, riqueza y bienestar tendría para todos nosotros una mayor apertura internacional de nuestras economías.
El proyecto tiene como principal objetivo dar un gran paso en el desarrollo del comercio y las inversiones entre Europa y Estados Unidos, que aún son las dos zonas económicas más importantes del mundo. Para ello, se busca la eliminación tanto de las restricciones aduaneras como de las barreras no arancelarias, en concreto de todos aquellas normas regulatorias que distorsionen el comercio o la competencia.
La razón para poner el énfasis en la regulación y las instituciones es bastante clara. Con la excepción del sector agrario, las barreras tradicionales al comercio internacional –los aranceles y los contingentes– tienen hoy poca importancia en las relaciones entre Europa y EEUU. Por el contrario, las barreras no arancelarias han cobrado una relevancia tan grande como lamentable. Por eso tienen hoy tanta importancia cuestiones como los estándares, los subsidios, las medidas antidumping, las compras públicas, la propiedad intelectual, la defensa de la competencia o el comercio electrónico, por citar sólo algunas de las regulaciones más relevantes que dificultan hoy la plena integración de las economías de ambas regiones.
El gran tema a debate de estas negociaciones es, sin embargo, la propuesta de ofrecer a las empresas una garantía frente a las normas y regulaciones nacionales que constituyan frenos o creen restricciones al comercio o al suministro de servicios. Se plantea la creación de un mecanismo de arbitraje al margen de los tribunales nacionales de cada país. Esto se ha considerado por los críticos no sólo como una renuncia a un elemento clave de la soberanía nacional por parte de los países firmantes del acuerdo, sino también como una limitación de los poderes de los Estados frente a lo que algunos denominan el “poder económico” o el “gran capitalismo internacional”.
A pesar de que la oposición a este proyecto se presenta como una actuación de la izquierda en contra de unas medidas liberalizadoras apoyadas por la derecha, lo cierto es que la estructura de las fuerzas a favor y en contra del proyecto es mucho más compleja, ya que en el bando de los enemigos de la liberalización del comercio se encuentran, ciertamente, los radicales de Syriza o Podemos, pero también el Frente Nacional de Marine Le Pen; es decir, la mayor parte de las fuerzas populistas de Europa, de derechas e izquierdas, que, en este punto, mantienen una postura muy similar.
Por increíble que parezca, sigue habiendo en España, y en otros paí- ses de nuestro continente, personas que entienden la Unión Europea como una organización cuya principal virtud es que nos permite rivalizar con Estados Unidos, tanto en el ámbito económico como en el político. Tal idea es, sin embargo, muy desafortunada. Lo es en lo que a la política respecta, porque el peso que en el contexto internacional tendría una Europa aislada de Estados Unidos sería cada vez menor. Y lo es también en lo que se refiere a la economía, porque no es posible imaginar una Europa próspera al margen de la economía estadounidense.
Amenaza permanente
Pero no cabe duda de que esta actitud contraria a la liberalización del comercio, aunque sea insostenible en el mundo de nuestros días, tiene un cierto grado de coherencia interna. Uno de los problemas más importantes que se plantean hoy a las políticas regulatorias y fiscales socialdemócratas es la difícil compatibilidad de buena parte de sus estrategias con la apertura al exterior de las economías. El mercado abierto es, en efecto, una amenaza permanente para aquellos gobiernos o aquellas políticas que violen los principios básicos de la economía de mercado o de la estabilidad macroeconómica. No es sorprendente, por tanto, que la defensa de una mayor regulación e intervención del Estado en la economía vaya acompañada, en muchos casos, de una visión crítica de la integración internacional; a no ser, claro está, que tal integración se presente como la política de un oligopolio de Estados que lleguen a acuerdos para controlar de forma conjunta la actividad de los agentes económicos. Y esto no es, ciertamente, lo que el TTIP pretende.
Pero hay que confiar en que, finalmente, el sentido común se imponga y el acuerdo salga adelante. No sería la primera vez que esto sucediera. Escribió Adam Smith en 1776 que pensar que algún día Gran Bretaña pudiera establecer el libre comercio internacional sería tanto como creer que aquel país se convertiría alguna vez en una Océana o una Utopía. Sin embargo, setenta años después de tan pesimista predicción, Gran Bretaña se había convertido, de forma unilateral, en un país totalmente abierto al comercio internacional en todos los sectores. Estoy convencido de que la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión, o algún otro acuerdo de naturaleza similar, habrá entrado en vigor en un plazo de tiempo muchísimo más breve. El coste de no conseguirlo sería demasiado alto.