Ya es una realidad que la formación del futuro Gobierno dependerá de las militancias de los autodenominados partidos de ‘progreso’. En el enésimo ejercicio de democracia interna, el PSOE, Unidas Podemos, Izquierda Unida y ERC han dejado en manos de sus militantes el futuro de España.
Sin embargo, lo que parece una apuesta firme por el empleo de mecanismos democráticos, que se alejen del histórico carácter férreo y jerárquico de los partidos españoles, no es sino una burda tragicomedia. Comedia porque resulta hilarante observar cómo, aunque a nadie escapa que estos procedimientos plebiscitarios se tratan, en realidad, de herramientas para blindar el poder y opinión de un líder o una élite dentro del partido, los actores representan sus papeles con la convicción del que se cree ante un público entregado. Y, al mismo tiempo, constituye una verdadera tragedia desde el momento en que los resultados que arrojan estas consultas conforman la receta perfecta para una libertad menor y una España peor.
Asimismo, en esta obra dramática de la política española, dirigida y protagonizada por sujetos de diversa procedencia, pero cuyo ecosistema es la izquierda, y producida por nosotros, los contribuyentes, también se ha puesto de manifiesto que, como viene resultando habitual, las propuestas de los partidos “progresistas” consiguen precisamente lo opuesto a lo que dicen perseguir. Así, los líderes de estas formaciones presumen de depositar la responsabilidad de la toma de decisiones de envergadura en su militancia en un alarde democrático, pero logran precisamente lo contrario. A saber, el blindaje de los jerarcas de los partidos y, en particular, de sus propias cabezas. Lo pone de relieve el hecho de que, lejos de las verdaderas intenciones de los votantes de los diferentes grupos de izquierda en la última cita electoral —que nunca conoceremos—, se ha consultado a un irrisorio número de personas que, por descontado, acostumbran a representar la lealtad partidista hasta (casi) las últimas consecuencias. Un total de 178.651 afiliados del PSOE, 134.760 de Podemos, 37.416 de Izquierda Unida y 8.561 de ERC, de los que han participado entre el 31,20% (en el caso de IU) y el 70% (en el de ERC).
Además, el verdadero problema de someter a la militancia cuestiones de calado no es solo uno de índole cuantitativa, sino también otro cualitativo. Este reside, en primer lugar, en la formulación de la pregunta planteada, que, a menudo, parte de un sesgo que refleja la posición de la cúpula y que induce al consultado a inclinarse por esa opción. Y, en segundo, como mencionaba arriba, el problema se deriva asimismo de que los afiliados reflejen un nivel de compromiso con el ideario del partido y de sus dirigentes muy superior al del votante medio, máxime cuando la consulta no es de carácter obligatorio, lo que hace que quienes participen en ella sean especialmente fervorosos. El resultado de la mezcla resulta poco sorprendente: un refrendo de la postura de la cúpula superior al 88% del plebiscito de IU.
Sin embargo, ni los ingredientes de la democracia directa ni el resultado son nuevos, o tan siquiera recientes. Durante la Revolución Francesa, por ejemplo, la Convención Nacional de 1792 eliminó las leyes, otorgando al pueblo el poder supremo. Y, lejos de instaurarse la perfección democrática, se instaló el Terror. Por ello, pensadores como Tocqueville o Constant desaconsejaron la democracia directa y defendieron la representativa. Una evolución que, en el contexto de podemización de la izquierda española, parece formar parte del pasado. Los electores se han erigido en el vehículo que confiere peso negociador a unos gerifaltes que carecen de escrúpulos a la hora de, a posteriori, cambiar su discurso, programa y hasta aliados de gobierno. A fin de cuentas, ¿quién necesita mantener su coherencia cuando goza del apoyo de sus leales? Así opera la izquierda española. La que, salvo sorpresa mayúscula, se alojará en La Moncloa. Disfruten lo votado, que no lo elegido.