No debemos culpar al Reino Unido de todas las consecuencias negativas de un Brexit duro. Las prolongadas negociaciones para pactar una salida ordenada del RU muestran lo difícil que es desmontar las barreras proteccionistas que defienden el mercado europeo de la competencia exterior. Si de verdad fuera Europa una Unión dedicada a dar pasos hacia el librecambio mundial, la marcha de un socio, por importante que fuera, sería cosa sencilla. Bastaría con mantener libre de aranceles el comercio de mercancías entre el RU y la UE, junto con el mutuo reconocimiento de las reglamentaciones de los servicios, medioambientales y sanitarias de ambas partes. ¿Por qué cargar aranceles, que por término medio son muy bajos? ¿Por qué no confiar en la ordenación administrativa del otro por ambas partes, porque sin duda ambos son de fiar? La objeción de los continentales es que los británicos quieren salirse de la UE sin perder las ventajas económicas de pertenecer al mercado único europeo. ¿Ventajas para quién? Pues para ambas partes, porque el RU importa de la UE mucho más de lo que exporta; y la competencia entre ambas partes favorece a los consumidores y despierta la laboriosidad e inventiva de los productores. Sin embargo, tanto el RU como la UE, lejos de mantener la actual relación comercial franca y abierta, quieren aprovechar el Brexit para contentar a poderosos grupos de presión, como los de los pescadores británicos o los financieros de Fráncfort o París, a costa del público en general.
Ejemplo de proteccionismo europeo imperdonable es el que atenaza el transporte aéreo. Un Brexit sin acuerdo puede obstaculizar las conexiones entre el RU, España y todo el continente europeo. Resulta que Bruselas exige que las aerolíneas británicas que quieran realizar vuelos entre puntos dentro de la UE deben tener la mayoría de su capital en manos de inversores europeos. IAG, el grupo propietario de British Airways, Iberia, Vueling e Iberia Express tendrá que hacer complicadas contorsiones para demostrar a Bruselas que más de la mitad de sus accionistas son «europeos». ¡Bueno para el turismo!
Hace años que los EE.UU. impusieron esa misma regla para defender sus aerolíneas de la competencia extranjera. Esa limitación, impuesta para contentar a un ramillete de accionistas y empleados nacionales, dañaba a los viajeros de uno y otro continente. Por iniciativa del presidente Bush, EE.UU. y la UE llegaron a firmar un acuerdo de «cielos abiertos» en 2007, por el que los vuelos trasatlánticos podían hacer escalas intermedias independientemente de su nacionalidad. Los europeos, sin embargo, mantenemos la regla de la propiedad europea para los vuelos interiores de nuestro continente. De ahí los dolores de cabeza de IAG. Todo es demostrar que a malas artes anticompetitivas no nos gana nadie.
La maraña de intereses espurios defendidos por barreras arancelarias y no arancelarias hace muy difícil desmantelarlas con un tratado de librecambio. Da igual que la expansión del comercio mundial durante los últimos cuarenta años haya multiplicado la prosperidad de los pobres del mundo. A la globalización se debe la reducción de la pobreza en el mundo durante el último medio siglo: las Naciones Unidas, en el marco de los Objetivos del Milenio, han calculado que de 1975 a 2015 la proporción de pobres de solemnidad se ha reducido del 44 de la humanidad al 14 por ciento, y eso con una población en franco crecimiento. Si no lo creen, véanlo en internet. Desgraciadamente, todo son quejas de los países adelantados contra la competencia de los pobres del mundo, una actitud proteccionista que temo se endurecerá con la pandemia.
El caso más escandaloso de resistencia contra el libre comercio es lo ocurrido con el llamado «Acuerdo trasatlántico para el comercio y la inversión» (Transatlantic Trade and Investment Partnership, TTIP por sus siglas en inglés). En 2006, Jaime García Legaz, Francisco Cabrillo y yo mismo defendimos ese acuerdo con un libro publicado por FAES, titulado «En defensa de una zona atlántica de prosperidad». No sirvió de mucho. Se trataba de apoyar la creación de un área de libre comercio entre los EE.UU. y la UE, con las oportunidades de empleo que creaba para los que más lo necesitan. Los presidentes Barack Obama y José Manuel Durao Barroso apoyaban cálidamente el proyecto. Sin embargo, los enemigos del libre mercado en Europa argumentaron que esa liberación favorecería el poder de las grandes empresas, reduciría el poder de los sindicatos y desregularía los mercados, rebajando así, decían, los niveles de protección social y medioambiental. La resistencia contra el acuerdo alcanzó tal nivel que en abril de 2019 la negociación se paralizó. Además, a Obama le había sucedido Donald Trump en la Presidencia de EE.UU. –un enemigo declarado del libre comercio y amante de los aranceles, como el impuesto sobre la importación de aceitunas negras españolas, dizque para forzar un acuerdo entre Boeing y Airbus–. Espero que Biden despierte el TTIP de su sueño, si es que los anticapitalistas europeos no lo impiden.