Lo más inquietante del caso Volkswagen no es el amplio daño reputacional que ha generado. Angela Merkel y Sigmar Gabriel, entre otros, han subrayado el perjuicio para la marca made in Germany, obviamente para Volkswagen, pero también para el resto del mundo automovilístico alemán y para todo su sector industrial que hasta ahora gozaba de atributos de fiabilidad, honestidad y eficiencia que eran indiscutidos. Esto es el resultado obvio de haber sido pillado haciendo trampas.
Tampoco tendrá graves consecuencias el asunto del daño ambiental que ya no tiene arreglo. Del mismo modo que parece exagerado pensar, como sugieren en voz baja algunos ejecutivos, que estemos ante una conspiración de poderes ocultos para acabar con la mecánica diésel.
Ni siquiera la constatación de que los capitanes de industria, la supuestamente brillante columna vertebral de la economía alemana, puedan ser tanto o más tramposos que los de otras latitudes resulta ya sorprendente. Lo llamativo de este caso es la naturaleza de la trampa: un dispositivo de software situado en la centralita del coche que modifica el rendimiento del motor en determinadas circunstancias de su vida. En síntesis, un virus troyano en el motor del coche.
El asunto es revolucionario porque el consumidor está habituado a que los productos puedan venir defectuosos o dañados de fábrica, o que se deterioren más rápido de lo habitual, pero no a que modifiquen su rendimiento en forma caprichosa mientras están en funcionamiento. Cuando compramos una lechuga, sabemos que esta se deteriorará al cabo de unos días si la abandonamos, pero ¿qué ocurriría si tuviera un software-gen que hiciera que pareciera verde y fresca cada vez que abrimos la puerta del frigorífico? Nos la comeríamos podrida.
La imagen de Pinocho que una activista de Greenpeace exhibió ante la fábrica de Wolfsburgo el otro día resulta muy significativa. No sólo por el mensaje básico de que la compañía ha mentido como hacía el muñeco, sino porque éste cobró vida propia para colmar los anhelos de Geppetto-Piech, el Juguetero loco (curiosamente uno de los primitivos villanos de Supermán) de esta historia. El cuento centroeuropeo que mejor calza con lo ocurrido es El soldadito de plomo de Hans Christian Andersen, relato que también está detrás de argumentos como Toy Story: los objetos inanimados pueden conducirse autónomamente cuando nadie está mirando, o precisamente cuando alguien con un medidor de gases lo está haciendo.
Entre las agencias de control de daños se confía en que está crisis se superará porque los usuarios no se han visto perjudicados directamente. Sin embargo, debates como el de la obsolescencia programada -también relacionado con la existencia de troyanos en productos de consumo-, van a repotenciarse y la pérdida de confianza por la premeditación de esta sofisticada trampa es inevitable. Volkswagen no ha dinamitado la fiabilidad y eficiencia de sus motores, sino la honestidad de los mismos.